Miguel Rodriguez Sosa

El fascismo como monigote conveniente

La atrevida ignorancia confunde el fascismo con el estado burgués

El fascismo como monigote conveniente
Miguel Rodriguez Sosa
19 de agosto del 2024


En tiempo reciente están brotando como amantes seductoras los discursos “anti fascistas” muy políticamente correctos, modositos pero hueros. La tendencia es a calificar de “fascista” cualquier planteamiento opuesto al progresismo liberal (o social liberal), falseando sin escrúpulos hechos y apreciaciones.

En un mismo bulto etiquetado de “fascismo” se arroja discursos no sólo disímiles sino algunos contrapuestos. Como fascismo se califica el liberalismo enfocado en el predominio de los mercados y la autolimitación del Estado; el conservadurismo en cualquiera de sus vertientes, al que se le achaca ser “reaccionario”; también el discurso que ponga acento en la función rectora de las elites, como el que rechace el racionalismo metafísico propio de jacobinos desubicados; hasta manifestaciones anarcoides son llamadas fascistas. Curiosamente, en el bulto no se considera que tengan cabida los populismos clientelistas ni las proclamas “progresistas” sembrando la llamada cultura de la cancelación (cancelling) que extreman las izquierdas militantes.

La opción decente es iluminar la escena oscurecida por la emanación de miasmas seudo-intelectuales sobre el fascismo, que afectan el ambiente como los cuescos de las vacas contribuyen al calentamiento global. Así que es conveniente postular una línea de reflexiones propias sobre el fascismo para desfacer entuertos.

La característica esencial del fascismo es la de ser esa ideología que representa una “comunidad imaginaria” conformada por seres humanos adornados con una homogeneidad fantaseada que edifica su unidad, enarbola su identidad y se corporiza en un régimen político y un Estado, en el período histórico del capitalismo moderno.

Esa comunidad homogénea, unida e identitaria es la representación simbólica de una fuerza real: la fuerza de trabajo de la sociedad. El fascismo propone que la totalidad de esa fuerza debe ser puesta al servicio de “los intereses” del Estado, asumiendo que éste es la expresión “pura”, políticamente organizada, de esa comunidad. La sustentación lógico-filosófica del fascismo es, pues, un argumento circular.

Así considerado el fascismo, esa “comunidad imaginaria” puede ser la de nación, de raza, de clase. Cualquiera de ellas. Es por eso que puede ser –y de hecho es– igualmente fascista el nazismo surgido en Alemania y el estalinismo originado en la URSS. En la primera, la idea matriz de la “comunidad” era la raza aria; en la segunda, la clase obrera. Ambas por igual entidades inasibles, puramente imaginarias y sin embargo a la base de mitos, esto es, ideas enérgicamente movilizadoras de masas.

La alegación de que el fascismo es “reaccionario” en el sentido de tradicionalista, cultor del pasado y del derecho natural y no de un racionalismo, es poco ilustrada. El fascismo apareció en el siglo XX precisamente reclamando futurismo: el Reich de los mil años o el paraíso comunista.

La alegación de que el fascismo es un ideario de “la extrema derecha” es también una tontería que además ignora el significado contemporáneo de “derecha” si alude a la posición conservadora –y por eso dinámica, vital, plena de futuridad– contrapuesta a la estafa del progresismo liberal “de izquierda” que se niega a reconocer eso que Jürgen Habermas ha llamado “las promesas incumplidas de la modernidad” y se hunde en el pantano irracionalista de la posmodernidad.

En lo que sí todos podríamos estar de acuerdo es en que el fascismo es una fuerza capaz de desafiar el “sistema” establecido; contiene una mezcla explosiva de subversividad, muy seductora para sectores sociales desencantados con el welfare state o con el desarrollo lastrado del capitalismo en cualquiera de sus manifestaciones, como se las quiera llamar: capitalismo liberal, neo-liberalismo, capitalismo redistributivo, capitalismo de estado (en cualquiera de sus configuraciones de socialismo real o de estado emergente poscolonial).

La atrevida ignorancia que confunde el fascismo –propio de cualquier forma del capitalismo, como aquí se afirma– con el orden político de “la burguesía como clase dominante”, esto es, con el estado burgués, en el mejor de los casos ha hecho una lectura superficial de las tesis autocomplacientes de Nicos Poulantzas (que intentó justificar a la Internacional Comunista frente al fascismo de la primera mitad del siglo XX), o bien ha hecho una lectura extemporánea y descontextualizada de las tesis de Antonio Gramsci, quien en los años de 1930 alegó con brillantez que el fascismo emergía como resultado de una “crisis de hegemonía” o “crisis orgánica” debido a la incapacidad creciente de la burguesía para imponer su dominación política mediante el consenso y no a través de la coerción.

Gramsci analizó correctamente el ascenso del fascismo durante –y a partir de– la crisis del capitalismo liberal y del republicanismo democrático representativo con su sistema de partidos. Pero nunca llegó a imaginar siquiera la consolidación del fascismo como “solución política” en el período de fortalecimiento del capitalismo estatista y ultra-centralizado de la URSS estalinista.

Es que el buenote Gramsci, haciendo una interpretación leninista de Maquiavelo, entendía que “el partido revolucionario” –el Príncipe moderno, pues– no podría ni debería intentar conducir un proceso político en el que la totalidad de “la clase obrera”, más bien la totalidad de sujetos de las sociedades bajo la dominación soviética, fuera completamente cooptada en su fuerza de trabajo y en su energía espiritual al servicio de la idea pura y dura de un “socialismo” que nunca alumbró. Un fascismo rojo es lo que hubo y que hoy algunos en “las izquierdas” anhelan con escaso razonamiento.

 

Una versión previa de este texto está publicada en mi libro Vana prédica (2023)

Miguel Rodriguez Sosa
19 de agosto del 2024

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