Rocío Valverde

El arte y la comida, sin política

Recorriendo la frontera hispano-francesa

El arte y la comida, sin política
Rocío Valverde
17 de febrero del 2019

 

El año pasado no tuve un día de vacaciones personale,s ya que cambié de empresa y ellos prefirieron pagarme los días de vacaciones que dejarme ir unas semanas antes. Los aviones que tomé fueron todos por trabajo, familia y por trámites inacabables con un banco español. Una de esas tantas mañanas, mientras me sacaba el cansancio de los ojos, llena de envidia, me detuve a observar el sueño de mi esposo: él dormía a pierna suelta, mientras sus cachetes se fundían con la almohada. Estando en trance con el sonido de sus ronquidos, de repente había comprado dos billetes a Barcelona.

Por fin la gente dejaría de sorprenderse de que haya vivido en España por muchos años y nunca haya visitado Cataluña. Quizás no elegí el mejor contexto político para adentrarme en las calles góticas de Barcelona. Las manifestaciones parecían seguirnos a donde fuéramos, los lazos amarillos, el sonido de piñazos y los carteles de “Libertat presos politics” estaban por todo el centro de la ciudad. Me parecía haber viajado en el tiempo, al casco viejo de Vitoria donde cada cierto tiempo solían aparecer pancartas de apoyo a ETA. Al haber pasado una temporada en el País Vasco este escenario político me parecía hasta normal.

Con las noticias del inicio del juicio al procés catalán en todas las pantallas de la ciudad, empezamos nuestro recorrido en el Museo Picasso, un lugar con el que había soñado ir desde el día que vi el cuadro “Guernica” en el Museo Reina Sofía. Del arte me gusta más la biografía de sus artistas. Pasamos cuatro horas aislados en los trazos de Picasso y su intercambio de cartas con Sabartés. La política en el museo es bastante light, solo se menciona para hablar de la dictadura de Franco y no hay una palabra sobre su rarísimo comunismo. Es de agradecer, ya que el arte en todas sus formas se aprecia mejor con ojos apolíticos. Es la única forma de evitar mezquindades y elogios infértiles.

Otros lugares que quería visitar era Figueres y Cadaqués, estos pueblos quedan casi en la frontera con Francia. Así que lancé a mi esposo a la carretera y nos pusimos en marcha a paso de abuelos. Conducir del otro lado de la carretera es un desafío mental a la automatización de los movimientos, y cuando lo hacemos vamos muy lento. Nos llovieron insultos en español, catalán y francés, podría decirse que éramos la representación aún más surrealista del famoso Cadillac lluvioso de Dalí. Al llegar a Figueres es imposible perder de vista la meca del surrealismo, aunque es muy fácil perderse dentro del laberinto que es el Teatro Museo Dalí. En este museo no encuentras una descripción, pues así es como lo quiso el artista; tampoco verás una palabra sobre su “expulsión” del movimiento surrealista. Para controversias nos sobra y basta con la obra de Dalí: algunos la aman mientras otros la detestan.

Saliendo de Figueres nuestras tripas nos pidieron parar a comer algo. Nos perdimos en un pueblo donde colgaban carteles que decían “The Catalan Republic”, en inglés. Tampoco me parecía extremadamente raro porque alguna vez —en un bar de San Sebastián, mientras devorábamos una ración de rabas— vimos un cartel, también en inglés, que nos aclaraba que no estábamos ni en España ni en Francia.

Al bajar del auto nos pareció que este pueblo se había detenido en el tiempo. Era 1 de octubre del 2017 perpetuamente. Entramos al único bar abierto, saludamos y esperamos pacientemente a que alguien nos sirviera. La dueña se nos acercó luego de casi veinte minutos y me dijo que la cocina estaba cerrada, lo cual me pareció extraño porque estaba viendo salir platos de salchichas. Me pareció aún más raro que hablándole en castellano me contestara en catalán. Traduje lo dicho al inglés para el glotón de mi esposo, que no entendía por qué no estaba pidiéndole una hamburguesa. Y en ese momento mágicamente se abrió la cocina. Podían servirnos patatas, bocadillos y tortillas en inglés. Guil entendía que en español no éramos muy queridos, pero prefería tragarse su orgullo si este venía acompañado de una tortilla de patata entre dos panes. “Como si me hacen el saludo nazi, Rocío. La comida, al igual que el arte, mejor sin política”.

 

Rocío Valverde
17 de febrero del 2019

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