Hugo Neira

Don Quijote y la necesidad de Sanchos sensatos

¿Gente de alto rango coimeando en plena emergencia?

Don Quijote y la necesidad de Sanchos sensatos
Hugo Neira
03 de mayo del 2020


Muchas cosas que nos ocurren, ya han acontecido. La historia es una diosa taimada y burlona. Nos hace creer que el pasado es pasado, pero no es así. Según Nietzsche ciertos acontecimientos se repiten. A eso le llamaba «el eterno retorno». Nuestra historia está plena de actos absurdos. El presidente Manuel Pardo, que no compra las fragatas en Inglaterra —era un consejo de Ramón Castilla— que quizá hubiesen evitado la guerra del Pacífico. O Leguía, que gana las elecciones en 1919. «Sin embargo, faltando pocos días para su asunción al mando, encabezó un golpe de Estado»
(Historia del Perú, Lexus, p. 881). Leguía inventa el sistema personalista, autocrático, de los presidentes peruanos del siglo XX.

En los días que corren se ha hecho público que hay una investigación por corrupción en la Policía para compras por Covid-19. Esto ha motivado la destitución del ministro del Interior, Carlos Morán. Y de paso la del comandante de la policía, general José Luis Lavalle, cuestionado dicen las redes, «por el alto número de agentes contagiados por el coronavirus, unos 2000 policías, de los cuales ya han muerto unos 20».

En estos días de alargada cuarentena, he trabajado estoicamente temas míos y para clases en los meses que vienen, a partir del Quijote y de Sancho, es decir, la temática del idealismo y la realidad. Ideas y criterios que se vinculan y a la vez se rechazan. Para ello sirve el imaginario de Cervantes, por ejemplo el episodio de don Quijote en Sierra Morena, o el del cura y el barbero, y también, el gobierno de la Ínsula Barataria para su escudero, tema que no estuvo en su primera edición (1605) sino en la segunda, diez años más tarde (1915). ¿Acaso se anima Cervantes cuando ya era famoso?  Tal vez por eso se atreve a nombrar a Sancho Panza como gobernador. A los cervantistas —que siempre conviene consultar— les parece raro que un Caballero andante pero Caballero, cediera ese poder a un plebeyo. ¿Un cargo que solo era para duques o nobles? No olvidemos que Sancho no era sino escudero. 

En la narrativa del Ingenioso Hidalgo, que es el título de su obra, lo que probablemente lo hizo célebre no solo fueron sus tragico-cómicas aventuras sino la singularidad de los dos varones que, pese a las diferencias sociales, a menudo discutían, sin faltarse el respeto y sin embargo con gran franqueza. Escuchémoslos.

Sancho protesta: «lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando al cabo al cabo nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál es el pie derecho». El prudente escudero y su sencillez. Y luego, le sugiere volverse al hogar, «es tiempo de la siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de ceca en meca». «¡Qué poco sabes, Sancho —responde don Quijote— de achaque de caballería! Calla y ten paciencia».

En esos coloquios andaban don Quijote y su escudero, cuando a lo lejos ven que se levanta una gran polvareda. Son rebaños de ovejas y carneros, eso lo ve Sancho, el hombre de campo pegado a lo real, pero no don Quijote. El ingenioso hidalgo ve en ellos ejércitos y se pone a celebrar la llegada de «los hombres del gran emperador Alifanfarón, señor de la gran isla de Trapobana». Sancho le pregunta a don Quijote por qué tenían que quedarse a enfrentar los rebaños o bien el copiosísimo ejército de los reyes paganos o musulmanes en la inmensa llanura. La respuesta de don Quijote: es para «favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos». Amor al pueblo, mezclado a la necesidad de la hazaña. 

Sancho no puede reprimir su fastidio. «Él no ve encantamiento, ni sucesos, ni fantasías de caballerías que solo existían en los libros de caballería», explica Cervantes —que solía meterse en el diálogo—, y el escudero estalla: «Para mis barbas», dijo Sancho, preocupado por su asno que corría peligro en la contienda que se avecinaba. Sordo ante su escudero, don Quijote le promete que después del combate, no le faltarán caballos. Y ante la confusión del hidalgo que ve ejércitos en vez de ovejas, «el paciente Sancho, se subió a una cuesta para mirar las locuras «que su amo hacía». Más tarde, ante un don Quijote golpeado y herido, el escudero le reprocha: «¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a acometer no eran ejércitos sino manadas de carneros?». Pero el hidalgo tenía siempre respuestas a sus delirios. «Sábete Sancho, mi enemigo que es un sabio —un brujo— puede desaparecer y contrahacer, y ha vuelto los escuadrones de enemigos en manada de ovejas». 

La simbología de esos dos personajes, Quijote y Sancho Panza, recorre el mundo cuando la gran obra de Cervantes es traducida en Alemania, Reino Unido, Rusia, Francia y en China. (Y en nuestros días, en guaraní, hebreo, catalán, japonés y quechua.) En la literatura y el pensamiento de Occidente, desde el Romanticismo, don Quijote encarna una moral altruista. Y esa interpretación simbólica va del ruso Dostoyevski que lo compara con Jesucristo hasta Lunacharski, el amigo de Lenin, bolchevique muy culto, y en consecuencia, primer comisario de la educacion y cultura, que prefiere al Jefe que al que lo sigue. Sin embargo, más de un pensador vuelve sus ojos no tanto en los desvaríos de don Quijote, sino a la estupenda y sensata gobernabilidad de Sancho en la Ínsula. Fue una broma de unos aristócratas cuando los hospedan en un castillo, pero Sancho se lo tomó en serio y fue un gobierno justo. 

Las hazañas del hidalgo, aunque delirantes, encendieron la imaginacion del inglés Charles Dickens y de Chesterton. De los americanos soñadores como Jefferson, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Y de Melville, el de la Moby Dick. Interesó tanto que el alemán Thomas Mann puso a Cervantes al lado de Shakespeare y Goethe. Fue admirado de Kafka a Borges. Pero hay que decirlo, don Quijote predomina sobre su acompañante. Es un español, el filósofo Miguel de Unamuno, en Vida de don quijote y Sancho (1905), quien los iguala. Nota que Sancho, contagiado por el hidalgo, comienza a leer libros. Unamuno, un hombre de la generación del 98, acaso harto de una España en crisis y plena de Quijotes y alucinados, encuentra que la cordura de Sancho es tan valiosa como el coraje de su amo. Sancho, en efecto, tiene un sueño. Ser gobernador de la Ínsula Barataria. Quiere el poder«para librarse de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazones y mal entretenida» (la frase está en el capítulo 51 de la segunda edición).

Así, en el violento siglo XX, pleno de -ismos, fascismo, comunismo, y de dos guerras mundiales y del riesgo permanente de armas atómicas, no es el hidalgo que gana terreno sino el escudero. La virtud de Sancho es el sentido común. No es poca cosa. Ese sentido, es el menos común. Se diría, pues, que la vida política contemporánea es cada vez más compleja, y si se necesita de Quijotes —sin duda para las inevitables reformas—, cuando se gobierna es preciso los Sanchos que vienen del pueblo, gente corriente, porque ellos saben de qué lado les aprieta el zapato. Es así como nos atrevemos a decir que, como nuestro Huamán Poma de Ayala tenía una teoría del 'buen gobierno', también la tiene Sancho, ya quijotizado. Y al revés, antes de su muerte, el Caballero andante comienza a razonar. En realidad, ambos se complementan.

Conclusión, no se puede gobernar sin Sanchos sensatos. Incluso Gengis Khan, conquistador nómade y mongol, los tuvo. Ahora bien, es increíble ese escándalo de jefes de policías en un posible acto ilícito e inoportuno, y justo cuando el pico de los contagiados y muertos no ha declinado todavía. ¿Gente de alto rango coimeando en plena emergencia?Un ilustrado del siglo XVIII, Charles Louis de Secondat, más conocido como Montesquieu, escribe: «Bienaventurados los pueblos cuya historia es aburrida». Está claro, no es nuestro caso.

Hugo Neira
03 de mayo del 2020

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