Miguel Rodriguez Sosa
Despejando escenarios
Estados Unidos y Rusia dialogan para acabar con la guerra en Ucrania

Transcurren los días y se vislumbra una tenue luz de solución para el conflicto que por tres años ha enfrentado a Rusia con la OTAN por interposición de Ucrania.
Los pasos iniciales los dio el presidente de EE.UU. Donald Trump ,impulsando conversaciones de representantes de alto nivel con los de su homólogo de Rusia Vladimir Putin. Luego, el gobernante de Ucrania Volodimir Zelenski fue invitado a participar con esos interlocutores, una vez doblegada su arrogancia frente a Trump y cuando consiguió el padrinazgo de una mayoría de la Unión Europea. De esta primera etapa se puede afirmar que ha sido primordial y capital el diálogo EE.UU.-Rusia como manifestación de la prevalencia de los dos grandes imperialismos soberanistas del presente, abordando el espinoso asunto del avance de la OTAN en su pretensión de cercar a Rusia y la línea de límite para ese mismo que Moscú está dispuesta a aceptar. De ahí salió como principal resultado la negativa estadounidense a auspiciar el ingreso de Ucrania en la OTAN, tal como era demandado por Rusia.
Otro resultado fue el ninguneo de las dos grandes potencias a la Unión Europea. Un gesto compartido por Washington y Moscú, sumado al claro mensaje de Trump a los europeos para que se hagan responsables del gasto de su propia defensa, bastante debilitada, dejando de cargarlo a los contribuyentes estadounidenses. Para ese momento Zelenki fue, de facto, incorporado en la UE, aunque Ucrania no es país miembro y es dudoso que pueda presentar en el mediano plazo los estándares institucionales que se le requiere para ello. Pero el Ejecutivo de la UE –a quien ningún electorado en Europa ha elegido en comicios pero que intenta gobernar como si tuviera la legitimidad para hacerlo– sencillamente ha acondicionado una silla para Zelenski en cuanta mesa haya abordando temas de defensa. En este sentido hay que valorar el prematuro anuncio de la estoniana Kaja Kallas, quien tiene el cargo de alta representante de la UE para Asuntos Exteriores, de que un acuerdo sobre Ucrania entre EE.UU. y Rusia sin la participación de la entidad unionista tendría una vigencia improbable.
El proceso derivó en la propuesta de Trump para establecer una tregua de 30 días entre Rusia y Ucrania para iniciar conversaciones conducentes a un «proceso de paz duradero», que de inmediato fue aceptado por Zelenski puesto que involucraba la condición estadunidense de anclar en él un levantamiento de la retenida ayuda militar. Desde luego, Putin comunicó sus observaciones a esa propuesta, sin rechazarla ni aceptarla. La situación ingresó en un compás de finteos (ver mi columna «Washington-Moscú: marear la perdiz», 17 marzo 2025). Para entonces, el Ejecutivo de la UE fracasaba en conseguir la aceptación de sus integrantes a un compromiso de ayuda militar «urgente» a Ucrania, que Kallas estimó en 40 mil millones de euros, y ha tenido que aceptar sólo una ayuda muy menor «con aportación voluntaria» de los países miembros.
Así las cosas, hace unos días Trump y Putin conferenciaron por teléfono con la inusual duración de dos horas, mucho más extensa y concreta en contenidos que la anterior conversación que tuvieron en enero pasado. Según el vocero del Kremlin ambos presidentes tuvieron un «franco intercambio de puntos de vista sobre la situación en torno a Ucrania» y se «hizo hincapié en que la condición clave para evitar la escalada del conflicto y trabajar para su resolución por medios políticos y diplomáticos debería ser el cese total de la ayuda militar extranjera y del suministro de información de inteligencia a Kiev». Esta posición rusa desterraba de la mesa de negociaciones el previo planteamiento de Trump de proponer un alto al fuego a cambio de restituir la ayuda militar y de inteligencia a Ucrania, que tanto había entusiasmado a Zelenski. A cambio, el vocero de la Casa Blanca señaló que los presidentes Trump y Putin habían acordado el cese inmediato de acciones militares rusas contra infraestructuras energéticas ucranianas (una gravosa pérdida constante para Kiev en la guerra).
El más acertado examen de estos últimos posicionamientos debe resaltar que Trump, con pragmatismo, ha dado marcha atrás en su propósito anterior de lograr «una tregua inmediata en tierra, mar y aire», mientras que Putin tendría que aceptar, con realismo, la ralentización de la retirada ucraniana de la provincia rusa de Kursk, que impulsaba con energía la semana anterior para presentarse a negociar la paz en posición ventajosa sobre el terreno. Pero eso va en paralelo a que no habría un nuevo flujo de ayuda militar estadounidense a Ucrania, justamente cuando la UE tampoco puede asegurar lo propio; se debilita sustantivamente la cadena de suministros militares al país más armado de Europa.
Una interpretación muy razonable del estado de la cuestión exige considerar el panorama como pivotando en dos aspectos. Uno es que las conversaciones preliminares a negociaciones formales sobre la paz en el conflicto bélico de Rusia contra Ucrania-OTAN avanzan desde las posiciones de principio enarboladas en enero pasado por Washington y Moscú, a valorar la participación de Zelenski como portador del interés ucraniano, aceptando por tanto en su persona que es muy difícil sino imposible arribar a un acuerdo evadiendo la participación de la Unión Europea.
En este punto entra en gran juego la valoración estratégica que pueda tener el conjunto de instalaciones nucleares localizadas en Ucrania, como la central de Zaporiyia, actualmente ocupada por Rusia, que era una gran fuente de energía eléctrica para el país. Hay información oficial de que los presidentes Trump y Zelenski han conversado hace muy pocos días sobre el tema, y que el estadounidense habría deslizado la posibilidad de que su país se encargue de la operación de esa instalación, y tal vez de las localizadas en Melnitsky y en Rivne. Lo novedoso es que, para Ucrania, esa gestión de operaciones a cargo de intereses estadounidenses sería más valioso como garantía estratégica de seguridad que entregar a EE.UU. una futura explotación de minerales («tierras raras») en lo que la UE presenta una ventaja competitiva que corre por años.
La iniciativa de Trump ha sido confirmada por Zelenski, quien nuevamente muestra su arrogancia sintiéndose amparado por la UE y en Oslo ha rechazado que la central nuclear de Zaporiyia pase a ser propiedad de EE.UU. en el marco de las negociaciones de paz. Esta expresión del ucraniano quiere pasar por sagacidad lo que es simplemente astucia, cuando dice: «Estamos abiertos a debatir si Estados Unidos quiere invertir en modernizar la central, pero no la propiedad. No vamos a discutir ese tema». Una declaración efectuada el mismo día en el que se ha confirmado que EE.UU. impulsa una nueva ronda de conversaciones con Rusia y Ucrania, en Arabia Saudita, donde se abordarían las peticiones de los participantes.
Frente a ello, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, aparece como representante del continuismo europeo que hace sentir respaldado a Zelenski, anunciando invitarlo al convocar una nueva reunión de la «coalición de voluntarios», la facción belicista y armamentista de la UE cada vez menos cohesionada, que sin embargo insiste en el discurso fantasioso de que aportará «todo el apoyo militar, así como las garantías de seguridad para Ucrania», a sabiendas de que lo primero gana rechazo en las poblaciones europeas que no se quieren involucradas en una guerra, y que lo segundo es un imposible material en el corto plazo.
En el terreno del realismo, la iniciativa estadounidense probablemente sea revalorada, porque una forma apropiada de asignación a intereses de EE.UU., de la gestión empresarial de la industria atómica de energía ucraniana, actuaría a manera de escudo garantista ante la alegada apetencia expansionista de Rusia, mejor que las otras opciones consideradas previamente. Pero tal vez su mayor virtud radique en que restaría sustantivamente valor a la postura europeísta de mantener una «paz armada» extremadamente precaria entre Ucrania y Rusia, con presencia de efectivos militares «ofrecidos voluntariamente» que significaría un enorme costo económico para la UE, y que ya está convocando protestas en varios países de Europa, por sectores sociales que lo resienten porque tienen necesidades de bienestar insatisfechas, lo que colisiona con el armamentismo impulsado por la burocracia de Bruselas.
Es interesante apreciar que esa misma burocracia de la UE se esfuerce por vender a los europeos el bulo de la intención amenazante de Rusia que estaría preparando su agresión, e incluso le pone fecha, como se desprende de la alarmista y reciente declaración del funcionario lituano de la UE Andrius Kubilius en Copenhague, de que «el Kremlin se está preparando para poner a prueba el Artículo 5 de la OTAN antes de 2030» (este artículo prescribe que «Las partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas…»), especulando con la amenaza potencial de instalaciones militares nucleares en Bielorrusia, por lo cual Europa «debe estar preparada para el peor escenario posible». Con esa narrativa proto-victimista la UE-OTAN quiere sustentar la improbable recuperación de la erosionada cohesión entre los países europeos y retomar una buena relación con EE.UU. de Trump frente a una Rusia que, histórica y geoestratégicamente, carece de razón alguna para tan fantasiosa empresa.
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