Raúl Mendoza Cánepa
Crisis respiratoria
Lo que angustiaba a los asmáticos, hoy toca a todos
Leía una reseña del reciente libro de la escritora española Rosa Montero que, sin presagiar la pandemia, ya contaba en La buena suerte sobre un arquitecto que decide abandonarlo todo y refugiarse en un pueblo alejado, con la idea de borrar su rastro en el mundo. Suena a confinamiento, suena a cualquier cosa que nos haga pensar que la vida, tal cual, se acabó porque simplemente queremos que se acabe. Antes creía que de eso se trataba el confinamiento. En la novela es el preludio de la fuga feliz, pero ¿fugamos realmente?
Pienso en Marcel Proust y en su encierro como un intento de fuga, finalmente infeliz, en ese hilo de aire que nos une que es el asma, que es precisamente la vida en un hilo, el mal que lo confinó para capturar cada detalle de su memoria en un libro. La sobrevivencia de Proust dependía de vivir encerrado en una habitación hermética y bajo todos los cuidados. Pese a todo, en 1922 la enfermedad adquirió escalas dramáticas porque los ataques más intensos lo sobresaltaron. En aquellos años, el asma era una “agonía”. El autor de En busca del tiempo perdido muere a los 51 años. “Crisis bronquial”, dicen los médicos.
La pandemia nos remite a Proust. Mucho del confinamiento, pero también de esa frustración límite que se empeña en deshacer su futuro, nos conduce a él. Proust fue alguna vez bibliotecario, pero esa vocación se deshizo con el polvo, literalmente. Debió abandonar el feliz oficio para tornar a casa para cuidarse. Su única misión parecía desde entonces transcribir los detalles de su memoria, desde el tintineo de la cuchara o los pasos de su madre, hasta lo más ínfimo, que se agiganta cuando lo recordamos: una fragancia, el olor del pan de la tarde, algún sonido en la fronda frente a la ventana. Registrar la vida es una forma desesperada de no perecer a los ojos del mundo, todo lo contrario del personaje de Montero.
Montero iba en un tren, cuando este se detuvo en un oscuro paraje, vio una casa en venta y pensó “¿Y qué si me bajo aquí y me quedo allí?”. Así nació su libro. Hoy ese propósito es imposible, vivimos presos del presente, de la infodemia, de esa tecnología de la información que nos azota, pero la tentamos. Si Thoreau viviera, recorrería los bosques de Walden con Facebook y WhatsApp al cinto. Horacio Quiroga en las selvas, viviría al día. Saber es, desde luego, la consecuencia del bombardeo de la información y del morbo que nos seduce, lo que en la pandemia nos lleva a aterradores hallazgos e insoslayables pérdidas. Aún confinados, no podemos ausentarnos del mundo. “Crisis respiratoria”, angustia, tentación por el remolino, propensión tanática. La angustia que antes tocaba a los asmáticos, hoy toca a todos, que “miran” a sabiendas del impacto de la noticia sobre la salud mental, en una pandemia que ha convertido el inhalador del asma en un juguete fácil y al escaso balón de oxígeno en un artículo de primera necesidad.
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