José Elice

Corrupción. Algunas preguntas necesarias

Corrupción. Algunas preguntas necesarias
José Elice
14 de octubre del 2016

¿Cómo hacemos para que nuestros funcionarios opten por la honestidad?

En el Diccionario de la Real Academia Española encontramos varias acepciones de la palabra “corrupción”. Una nos interesa de manera especial: “En la organizaciones, especialmente las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. Es simple. Si alguien (cualquier persona) utiliza las funciones o los medios de las organizaciones públicas de manera ilegal e incluso antiética para obtener de ello un provecho económico o de otra índole, entonces nos encontramos frente a un acto de corrupción.

¿Hay niveles de corrupción? No importa. Porque en el corrupto incipiente ya encontramos el germen que fácilmente lo puede llevar hacia niveles superiores de transgresión. Pero el asunto es, en su origen, ético. Y según el mismo diccionario la ética es, también entre otras acepciones, el “conjunto de normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida”. Sí. Tiene que ver con la moral, que es aquello “perteneciente o relativo a las acciones de las personas, desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva”.

Y por fin: bien y mal. Este último término es definido —sí, por el mismo diccionario— como “lo contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto». Todos sabemos más o menos bien —y yo diría más bien que menos— qué es lícito y honesto y qué no lo es; o, si se quiere, qué es bueno y qué es malo. Entonces: ¿de dónde surge la corrupción? ¿Por qué preferimos la deshonestidad frente la honestidad?

Para empezar habría que preguntarnos si la deshonestidad está tan extendida que ello demostraría que mayormente la preferimos frente a la honestidad. Al respecto, pienso que la mayoría de la gente es honesta y que entre quienes no lo son, una gran mayoría prefería serlo. Lo cierto es que —pasado el período de “incipiencia”— los niveles de deshonestidad manifiesta son suficientemente elevados como para inducirnos a pensar que la corrupción tiene en nuestro medio una gran extensión.

Mas si bien la conducta deshonesta puede darse tanto en el ámbito privado como en el público, es en el ámbito público donde más llama la atención y provoca reacciones colectivas extremas. Al punto de escucharse expresiones dramáticas tales como «nuestra sociedad está podrida». Por ello se ha legislado —quien sabe si con suficiencia— sobre el tema. Y se sigue legislando con la esperanza de poder, alguna vez, por fin, controlar y reducir la ola de corrupción que parecería haber invadido hasta los más recónditos espacios de nuestra vida social.

Hay legislación penal —delitos de función y delitos cometidos por particulares contra la administración— y administrativa —Ley del Procedimiento Administrativo General y Ley del Código de Ética de la Función Pública—; sin mencionar los reglamentos internos de las entidades. Todos ellos son grandes cuerpos legales con amplísimos capítulos dedicados a prever, investigar, procesar y, de ser el caso, sancionar las contravenciones que, con sus variantes, se ubican dentro de la definición de corrupción con la que se inicia este artículo.

También se ha legislado para que diversas instituciones ataquen el problema: Ministerio Público, Poder Judicial, Contraloría General de la República, Congreso de la República —mediante sus Comisiones de investigación y la Comisión de Ética Parlamentaria—, entre otras. Pero parece que todo sigue igual o empeora. ¿Qué hacemos entonces?    

Recuerden: Se trata de dirimir entre el bien y el mal. ¿Cómo hacemos para que la mayoría de nosotros o todos entendamos que es mejor vivir en el lado del bien? Más aún si somos funcionarios. ¿Es tan difícil? ¿Es imposible? ¿Es que acaso deberíamos aceptar que la corrupción llegó para quedarse y crecer sin límites, y que somos incapaces de tomar la vía contraria?                                                                 

Por: José Elice Navarro

 
José Elice
14 de octubre del 2016

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