Cecilia Bákula
Carlo Acutis y Giorgio Frassati: La santidad en nuestros tiempos
La fe y la vida espiritual no se contradicen con la modernidad

Años atrás se nos había presentado la santidad como una realidad casi ajena, lejana, imposible y extraña a la vida ordinaria, la del día a día. “Estar en los altares” significaba un logro que se veía como distante y propio de personas que, muy buenas, pero tristes y casi opacas, estaban en una dimensión más allá de la nuestra.
Es cierto que el Concilio Vaticano II hizo un llamado a la santidad al proclamar en la Constitución Lumen Gentium que todos los hombres estamos llamados a la santidad, en cuanto por el bautismo nos insertamos en y con Cristo; de ahí que somos capaces de cumplir su mandato de “ser santos”. No obstante ello, y la cantidad de personas que han sido canonizadas en las últimas décadas, el arraigo de esa llamada a la santidad, se sentía un poco diluido, por la percepción de que a ello eran convocados solo los “elegidos”.
Fue quizá la figura extraordinaria de san Juan Pablo II, quien desde los primeros momentos de su pontificado habló de la santidad como una forma de vida, como una conducta posible y necesaria de todos los hombres. Además hizo hincapié en que el día a día, la vida común da oportunidades extraordinarias de ascender en el camino espiritual y optar, en detalles a veces menudos, como en grandes decisiones, el camino que más agrada a Dios. Así nos hizo ver, a través de sus mensajes y de su propia conducta hasta el final de su vida, que la santidad consiste en cumplir la voluntad de Dios, hacerlo con alegría y poniendo el corazón en sintonía total con el Sagrado Corazón de Jesús.
En la audiencia pública del miércoles 24 de noviembre de 1993, el papa Wojtyla, decía a la multitud que buscaba nutrirse de sus palabras: “El grado de santidad personal no depende de la posición que se ocupa en la sociedad o en la Iglesia, sino únicamente del grado de caridad que se vive. Son muchos, por consiguiente, los aspectos y las formas de la santidad cristiana que están al alcance de los laicos, en sus diversas condiciones de vida, en las que están llamados a imitar a Cristo, y pueden recibir de él la gracia necesaria para cumplir su misión en el mundo. Todos están invitados por Dios a recorrer el camino de la santidad y a atraer hacia este camino a sus compañeros de vida y de trabajo en el mundo de las cosas temporales”.
Fue su ejemplo, quizá, el que empezó a motivar a cientos (por no decir miles) de católicos a entender que la felicidad en esta vida requiere, necesariamente, del cumplimiento de la voluntad de Dios, aunque ello pueda ser y parecer incomprensible y, más aún, hacerlo con alegría, constancia y certeza de que, tal como señala el apóstol Pablo, “todo concurre para bien de los que aman al Señor”.
Ese camino es el que en su momento emprendieron Carlo Acutis y Giorgio Frassati, haciendo de su vida simple y ordinaria, un acto de fe y de entrega, que los preparó para los momentos de difícil prueba que les tocó vivir. Cada uno en su condición particular y en su tiempo, se afanó por seguir a Cristo y hacer de su vida una generosa oblación, en la que la certeza del triunfo final y la alegría de estar acompañados en cada momento por la fuerza de su fe, les permiten ser hoy, modelo real y palpable de que la santidad no es para los tristes ni los muy antiguos ni los que hicieron solo las obras extraordinarias que la tradición les asigna. La vida misma, en su vivir de la mano de Cristo es ya un empeño notable y extraordinario. A veces los santos, como Carlo y Giorgio son conocidos y cumplen una labor que asocio al ejemplo y a la convocatoria. Hay otros muchos cuya santidad es silenciosa, privada pero igualmente meritoria y fruto de una gran constancia en el amor.
La Iglesia nos propone a los santos “públicos”, es decir a los que son canonizados, para que tengamos un referente, un modelo, una invitación a imitar. Más allá de ello, todos podemos y debemos ser santos pues ese objetivo, trabajado diariamente, con esfuerzo, alegría y con la certeza de que la corona del triunfo la vamos gestando en este mundo, nos permite, con alzas y bajas, hacer de nuestra vida una existencia con sentido pleno en tanto el objetivo no lo perdamos de vista.
Carlo y Giorgio son esos jóvenes de carne y hueso, santos de nuestro tiempo que en sus propias circunstancias nos hacen ver cuál es la meta y lo difícil pero gratificante en extremo que es trabajar por ella. Sus figuras motivan hoy a miles de jóvenes; a muchas madres que han visto en Antonia Salzano, la madre de Acutis, una inspiración para vivir el dolor, la pena, la pérdida y el sufrimiento. No es que la santidad obligue al dolor, es que el dolor es parte de la vida y si la vida tiene como fin la santidad, no queda más que aceptar lo que viene con ella, entendiendo que el plan de Dios, no nos es muchas veces revelado, pero siempre es bueno.
Estos nuevos santos, lejos de apartarse del mundo que les tocó vivir, se insertaron plenamente en él y en él transformaron sus vidas, en tiempos de alegría y en tiempos de enfermedad, en un caminar con pie firme hacia la meta a la que deseaban dirigirse. Y ello solo se puede lograr cuando el amor a Dios marca la pauta de nuestra existencia pues todo lo demás, todo, se nos da por añadidura.
La canonización de Carlo Acutis y Giorgio Frassati está marcando un hito muy importante en la espiritualidad de muchos jóvenes y adultos quienes muchas veces, han de haberse preguntado por el sentido de sus propias vidas. La santidad alcanzada por estos dos jóvenes y proclamada formalmente por el papa León XIV, nos muestra que el ideal de vida que ellos se señalaron y llevaron adelante, no es un imposible, sino una elección que se hace real con la ayuda de Dios y el amor incondicional a Él. Aunque para ello hay que vivir con gran esfuerzo y abrazando con constancia el llamado a “ser santos como vuestro Padre celestial lo es”. Ellos son el ejemplo de que la fe y la vida espiritual no se contradicen con la modernidad y que el mensaje de Cristo, que recoge el Concilio Vaticano II y que ahora también hace suyo y en alta voz el Sumo Pontífice, es un llamado que se da en el lenguaje de todos los tiempos.
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