Cecilia Bákula
Justicia, política y coyuntura
Sobre las sentencias en los juicios a dos expresidentes
Hace apenas dos días el país vivió una circunstancia que –dentro del ámbito político, la aplicación de justicia y el momento que vivimos– debe propiciar una reflexión. Recientemente, dos gobernantes han sido declarados culpables y merecedores de penas privativas de la libertad, de manera inmediata. Ello se ha dado en el marco del cumplimiento de la ley que busca no la mera encarcelación, sino ser vista como castigo y como una posibilidad de resarcimiento a la sociedad por parte de quienes, habiendo ostentado la más alta dignidad del Estado la deshonraron vilmente, cometiendo actos ilegales, delictivos y causando daños materiales, morales e institucionales al Perú.
Tanto Pedro Castillo como Martín Vizcarra tuvieron la posibilidad de destacar como ciudadanos que, cumpliendo su deber y sirviendo al pueblo, podrían haberse hecho merecedores de buen recuerdo. Hoy sus nombres son símbolo y sinónimo de bajeza, corrupción, aprovechamiento, vileza, inconducta, inmoralidad y cuántos otros términos podríamos añadir para referir a estos personajes cuya vida, lejos de tener un sentido positivo, se convirtió en una ruleta constante de equivocaciones delictivas.
Las sentencias que han recaído sobre ellos nos muestran que aun en una coyuntura política confusa y complicada. Estando en vísperas de llevarse a cabo un proceso electoral con la participación de muchos más “interesados que servidores”, la justicia hace oír su voz y en representación de los millones de peruanos de buena voluntad, acusa, sanciona y reclama reparación y hace ver a los que asuman próximamente altos cargos en el Estado, que no hay delito que no deba ser sancionado y que no hay nada tan oculto que no se llegue a saber.
Tenemos a cuatro sujetos que, habiendo sido gobernantes y presidentes de la República, han de estar recluidos por atentar claramente contra la dignidad de su investidura y contra el respeto que merecemos todos los ciudadanos; habiendo delinquido con grave perjuicios para todos, trucaron el destino del país al hacer del servicio, un mecanismo de provecho propio. Esta realidad debe ser una llamada de atención pues en las últimas 2 décadas, la política y el ejercicio de cargos públicos, se ha envilecido a niveles antes nunca vistos.
Ellos, todos, llegaron al poder no solo con falsedad de intención, sino como consecuencia de la debilidad dramática de los partidos políticos, por la falta de formación y convicción cívica de los ciudadanos, por una carencia cada vez más generalizada de compromiso con el país y de búsqueda del yo individual, por encima de cualquier otro valor.
La política, a la que no hay que tenerle miedo per se, ha de ser transformada y entendida como la acción de servicio y de aporte. Es por ello que urge superar la aparición de falsos valores que timan a la población y es un círculo vicioso y pernicioso: ante la incultura y pobreza de capacidad de análisis de una gran parte de nuestra población, surgen como por arte de magia aquellos que engatusan y sin nada que los respalde, convencen a quienes creen que un plato de lentejas puede ameritar una opción y una acción a favor de estos especímenes de sujetos. Urge, pues, la formación de líderes que superen la presencia de cabecillas débiles, que venden humo, son improvisados y esconden, casi sin poder esconder, las ansias de poder y riqueza que los motiva.
El proceso electoral de abril próximo es una gran oportunidad para tachar y hacer desaparecer del espectro político nacional a quienes no desean hacer del servicio una causa de vida; no se puede seguir eligiendo en base al desinterés ciudadano y al mesianismo de no pocos.
El Perú, el Estado y el Gobierno deben convocar a los mejores, a los mejores en cada aspecto, sector y forma de servicio a la Nación y estamos en el momento, casi decisivo, de poder realizar la necesaria formulación de un plan de acción gubernativa que implique el desarrollo de las provincias, el crecimiento económico, la mejora radical de la educación y la imperiosa atención al derecho al acceso a la salud. Ese panorama no puede ser de corto plazo; el desarrollo hecho realidad, como lo deseamos, no lo verá mi generación, pero no por ello debemos dejar de pensar en una proyección coherente y comprometida con el futuro.
Ese compromiso implica erradicar de raíz la corrupción en todos los niveles; obliga a la decencia en la acción pública y a la transparencia absoluta en la conducta de los ciudadanos que aspiran a gobernar y a ser parte del abanico de funciones en el Estado. Aun en casos en los que los mandatarios y autoridades no están entre rejas, las conductas públicas y privadas han estado muy lejos de la decencia y a ello se agrega la irresponsabilidad de muchos en el actual Congreso que han sido tibios y acomodaticios, como en no pocos casos lo hemos visto en el sector de la aplicación de justicia. Y ello, porque quienes fallan en su labor, esconden compromisos subalternos que dañan profundamente nuestras posibilidades de crecimiento, solidez y solvencia como sociedad.
No podemos dejar de reconocer la conveniencia nacional y lo de justo que hay en que estos ex mandatarios estén cumpliendo condena efectiva, sin embargo, la meta no puede ser Barbadillo; la meta de la vida de quien desea y decide asumir la conducción del país, debe ser la probada honradez y el servicio por encima de cualquier otro valor.
Así como deseamos un país moderno en lo material, debemos exigir que sea superior en educación, profundo en civismo, moralmente solvente y capaz de transformar rápidamente. La idea de que se llega al poder para satisfacer lo personal, lo material y lo más bajo de cada individuo; la meta es reemplazar eso por el compromiso con el bien común que ha de ir más allá de las palabras. Si hubiera la voluntad de que ello pueda ser posible, aunque sea en un intento responsable, debería verse reflejado en un pacto de honor (entre quienes saben qué es el honor) que señale el compromiso de cumplir mínimos irrenunciables.
















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