Juan C. Valdivia Cano
Bolivia: microcosmos latinoamericano
El éxito cultural del marxismo y el fracaso de sus propuestas económicas

“Cero gasto público, cero corrupción” (Javier Milei)
Si el problema se resolviera con cambiar de gobierno en el mismo país en que el anterior gobierno fracasó, que ya venía después del anterior que también fracasó, etc, etc, sería una maravilla. Pero no es así, porque lo que tiene que cambiar es el país entero para poder cambiar la política económica de siempre, intervencionismo, mercantilismo, populismo, hambreando al pueblo: el capital humano. Como el Perú y probablemente la mayoría de países latinoamericanos, salvo muy pocas excepciones. Queremos cambiar para mejor, haciendo neciamente lo que ya fracasó una y otra vez, suponiendo que queremos cambiar de verdad.
Después de la Segunda Guerra en el siglo XX, hemos ensayado todas las formas de intervencionismo estatal, mercantilismo y gradualismo, civil o militar, con golpe o sin él, reformista, socialista, comunista, social democrática, social cristiana, etc. Pero ahora es claro que solo han sido diferentes grados de intervencionismo, de estatismo económico, con el apoyo de la población manipulada por el populismo, que ignoró siempre que el Estado no es la solución sino el problema y que, durante los últimos siglos, no ha hecho más que crecer monstruosamente, aplastando al individuo.
Solo el ciego que no quiere ver puede negar que todas las formas de intervencionismo estatal, inseparable del populismo político y la corrupción, han fracasado. Las hemos probado en todas sus formas y matices. Mientras más intervencionismo estatal peor, en particular en economía: Cuba, Venezuela, Nicaragua…y ahora Bolivia. ¿Es casual? No, no es casual: han hecho todo lo posible, y en la misma forma, para llegar a donde se encuentran hoy. Han hecho y han dejado de hacer exactamente lo mismo, para mal de esos pueblos.
El problema del milagro económico boliviano es que duró lo que duró el hidrocarburo cuyo precio alcanzó récords históricos, el gas, lo que favoreció enormemente al gobierno –pretendidamente vitalicio- de Evo Morales. Y mientras duró pudo incrementar el gasto público y los subsidios a diestra y siniestra, para favorecerse políticamente, sin tener en cuenta el desarrollo de la producción, las inversiones y todas las variables que hay que tener en cuenta, que para Javier Milei “son de manual”, que mencionamos más adelante.
Pero, en todas partes, la dependencia económica de un producto natural (exportación de materias primas) sin desarrollo de la producción, con inversiones extranjeras ahuyentadas por el intervencionismo económico estatal, con emisión de moneda sin respaldo en el aumento de la producción o riqueza, con subsidios o subvenciones siempre distorsionadoras, con suba de impuestos anti económicos, con control de precios y mantenimiento artificial de la moneda nacional en relación al dólar, etc, etc, es la alternativa más segura para irse al carajo.
Todo lo anterior hace inevitable el momento en que se seca la única mamadera habilitada, gaz o litio, y como el gasto público ha crecido enormemente, los impuestos ya no se pueden subir más sin ahorcar la economía y hay que suspender todos los subsidios, dádivas, privilegios, a los grupos de amigos y socios…entonces se imprimen billetes, porque en sistemas intervencionistas el Banco Central no tiene autonomía y hace lo que el Ejecutivo manda. Y se dispara la inflación y los precios suben y ya no hay divisas para importar gasolina y dólares, etc, y, como consecuencia inevitable, el mercado negro, la escasez, y ya sabemos cómo termina el “milagro económico”, porque lo estamos viendo varias veces, en todos los países.
Que el Perú esté macro económicamente mejor que muchos países hermanos, no se debe solo a la excelente capacidad de la dirección del Banco Central del Perú, con el excelente manejo de la política monetaria y el control de la inflación y la tasa de interés, que ha llamado la atención incluso fuera del Perú. El salto cualitativo económico del Perú se dio nueve años antes con el ministro de economía Carlos Boloña Behr, durante el gobierno de Fujimori a inicio de la década del noventa. Hay que reconocerlo y recordarlo, aunque seamos viejos anti fujimoristas. Fue mérito de Boloña, no de Fujimori.
Nadie recuerda ni habla de esa política que hasta ahora nos beneficia a todos a pesar de los malos manejos de los sucesivos gobiernos y gracias también a la alta eficiencia e independencia del Banco Central. La pobreza se redujo un 20 por ciento en relación a los gobiernos de Alan García y Juan Velazco por ejemplo, para hablar de un solo indicador.
Lo que hizo ese injustamente olvidado ministro de economía y su equipo, ya no debería ser ninguna novedad en nuestros días, con las variadas experiencias que hemos vivido en Latinoamérica en las últimas décadas, salvo para los ciegos cuyos resentidos ojos no quieren ver: el ajuste económico. Es lo que hizo también el ministro de economía Hernán Bucchi en Chile en los ochenta, donde el ajuste llegó a reducir la pobreza al 7% (con Allende llegó a cerca del cincuenta %). Es lo mismo que pretendió hacer y lo anunció Mario Vargas Llosa en los noventa (que Fujimori aplicó, después de anunciar en campaña que no lo haría): el ajuste. Es lo que está haciendo Milei en Argentina, a pesar de la feroz y desesperada oposición: el ajuste.
No hay que descubrir la pólvora, y no puede ser gradual, no funciona (por eso fracasó el gobierno de Macri en la Argentina), Lo que hay que hacer, como dijo el presidente Javier Milei, “es de manual”: Libertad para los ciudadanos; reducción significativa del Estado, del gasto público y de los impuestos; equilibrio fiscal; desregulación, simplificación administrativa y privatización de todas las empresas estatales, independencia del Banco central y control de la emisión monetaria y la inflación; un sistema mínimamente democrático y un aceptable sistema judicial. Así funciona.
Los latinoamericanos tenemos el mismo problema económico: no nos atrevemos a dar el ajuste, a ejercer la libertad económica, el difamado sistema de libre mercado y libre competencia, el capitalismo, la modernidad económica. El mismo problema político: reducir la vida política por completo a su forma más descarnada, el poder por el poder, salvo dos o tres excepciones. El mismo problema ético: puros apetitos políticos sin ideas, ni ideología, ni mito, ni ideal, ni religión y la incapacidad de entender la necesidad de vivir la democracia en democracia. Se mantienen los valores tradicionales.
Este año celebramos casi doscientos de una tremenda y constante propaganda anti capitalista, que ha calado hondo no solo en la cultura académica sino también en la cultura popular, uno de cuyos iniciadores exitosos fue Karl Marx, que, sin querer queriendo, inoculó, como solo un genio resentido pudo hacerlo, su odio judeo cristiano al capitalismo, al empresario explotador, al fuerte, al poderoso: es decir, al malo. Y a favor de los pobres, de los atropellados o explotados, de los débiles y sufrientes: es decir, los buenos. Si esto no es judeo cristianismo entonces qué lo es. Es la base paradigmática del pensamiento socialista, demócrata o autócrata, comunista o caviar: la moral judeo cristiana.
A pesar de sus catastróficos errores y de las consecuencias que ha traído a los países que aplicaron las ideas socialistas o comunistas (en teoría; estatistas en la real realidad): como la Unión Soviética, Vietnam del Norte, Corea del Norte, toda la Europa oriental, que fracasaron estrepitosamente como experiencias históricas en el plano económico y en el plano político. Todas terminan impajaritablemente en dictadura y corrupción. Sin embargo tuvieron éxito ideológico y penetraron la cultura popular y hoy todo el mundo es ideológicamente anti capitalista o izquierdista o socialista (con ropa y celular comprados en empresa imperialista), de raíz judeo cristiana, grandes consumidores y activos participantes en el mercado. Lo cual no tiene nada de malo: el mercado somos todos, desde que salimos por la mañana a comprar el pan.
Incluso los países que alguna vez se enriquecieron con ese sistema hasta llegar a ser potencia mundial, como los EE.UU. ya no son países típicamente capitalistas, como el que fue en sus mejores momentos EE.UU. Sus elites intelectuales son de izquierda invariablemente estatista, y el Estado ha crecido demasiado, por decirlo delicadamente. Y en casi todo mundo, interviene cada vez más donde no le corresponde y es cada vez más ineficiente en los ámbitos donde sí le corresponde: seguridad ciudadana, sistema judicial mínimamente aceptable. La salud y la educación seguirán siendo tan malas mientras sigan a cargo del Estado. Peor aún, de un estado fallido o roto.
Pero el capitalismo se inventa, el fuerte impulso sico-ideológico de ese sistema fue facilitado, deliberadamente o no, por la ética protestante calvinista, que contribuyó a la internalización de la disciplina y el esfuerzo empresarial sin mala conciencia, con la idea -tan opuesta al mundo católico- que el éxito económico empresarial es una señal de la predestinación y el favor divino. En nuestros países católicos la posibilidad de que un rico entre al cielo…ya sabemos, la satanización del empresariado y la actividad económica o comercial, desde antes de la expulsión de los comerciantes del templo, por obra y látigo de Jesucristo.
Otro elemento común a nuestros países es la ignorancia en materia económica, que corre paralela, desde hace casi dos siglos, a la mencionada campaña contra el sistema capitalista, el libre mercado y la libre competencia, sin intervencionismo estatal, etc. Durante dos siglos lo que predominó fue la denuncia del sistema económico capitalista, particularmente la teoría de la explotación de Marx a partir del concepto de plusvalía, pero sin plantear alternativa o programa económico determinado, salvo el control centralizado estatal de la economía. Y las nefastas ideas de Keynes que tanto afectaron y afectan la economía en toda la región.
El marxismo se limitó a la denuncia, que es estéril, y a la estatización de la economía, que es mortal. El Estado, como ya sabemos, es un pésimo administrador y pésimo empresario. Además de fallido y roto por todas partes, como nuestro “tierno y cruel” país.
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