El factor Otárola

Durante los primeros días de diciembre del año pasado era difícil de imaginar que una eventual sucesión de Dina Boluarte en el poder desataría una insurrección contra el Estado de derecho de parte de sectores comunistas y colectivistas, con el respaldo total de todos los gobiernos del eje bolivariano. La imaginación no podía quebrarse tanto, porque la señora Boluarte era parte de la izquierda que se proponía instalar una constituyente. Sin embargo, sucedió.

Pero lo más impresionante de todo es que el Gobierno de la señora Boluarte tuvo que cargar el devastador peso político de enfrentar la insurrección con todas las armas contempladas en la Constitución y el Estado de derecho. Semejante decisión hasta hoy cuesta la vida de más de 44 peruanos, muertes que todo peruano de buena voluntad debe lamentar. Cualquier gobierno de la actual derecha –salvando algunas excepciones– hubiese sucumbido ante la ola insurreccional, y es casi seguro que ya estaríamos con asamblea constituyente. Por mucho menos, la derecha chilena se embarcó en un proceso constituyente que ha frenado en seco el milagro chileno.

¿Se pudo haber evitado algunas muertes? Si el Ejecutivo hubiese sido uno con el nervio político suficiente y si en el aparato estatal –con los funcionarios del Gobierno de Castillo– no se hubiese respaldado la insurrección, quizá la tragedia habría sido menos dolorosa. Finalmente, apenas instalada en el poder, la administración Boluarte tuvo que enfrentar la peor prueba a que se somete un Gobierno: una verdadera insurrección en la que, como en una guerra convencional, se atacan aeropuertos y se bloquean las vías nacionales para estrangular a las ciudades.

Sin embargo, más allá de estas interrogantes, a nadie le debe caber duda de que uno de los principales capítulos del libreto insurreccional era desencadenar trágicas muertes. Eso era inevitable, a menos que el Estado de derecho sucumbiera frente al nuevo poder bolivariano y soviético que se pretende instalar. En Chile y Colombia las oleadas insurreccionales, igualmente, dejaron decenas de muertos.

Lo sorprendente entonces es que el Ejecutivo haya resistido pese a las impericias políticas, y no obstante las tradiciones ideológicas de los integrantes del Gobierno y las debilidades de los partidos y del Congreso.

Si Lenin resucitara y analizara la situación revolucionaria en el Perú se preguntaría estupefacto cómo así un Estado casi destruido por el Gobierno de Pedro Castillo, con un pie en el Estado de derecho y otro en la insurrección, resiste semejante estrategia insurreccional (más cruenta y directa que las de Chile y Colombia). A veces las respuestas a semejantes preguntas están en el simple azar y en el nervio de los hombres que anudan las circunstancias.

Todo parece señalar que Alberto Otárola, presidente del Consejo de Ministros, fue el factor que conectó a Boluarte en una lógica, en una sinergia, con las fuerzas armadas y policiales y la respuesta contra la insurrección. De allí un papel que los peruanos de buena voluntad tendremos que reconocer en el futuro, un reconocimiento que deberá expresarse en una abierta defensa del Gabinete Otárola y de todos los viles intentos de judicializar a hombres y actores que solo aplicaron la Constitución y las leyes y defendieron el Estado de derecho.