LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
De la Revolución de Octubre a la constituyente en Chile
Un siglo de insurrecciones y una reforma radical del comunismo
Desde la llamada Revolución de Octubre hasta la elección de la constituyente en Chile ha pasado un siglo de revoluciones, guerras, genocidios y millones de muertos. La política revolucionaria se desarrolló en el marco de la disputa entre capitalismo y anticapitalismo.
En este proceso, el anticapitalismo asumió los más diversos ropajes: bolchevismo comunista, nacionalsocialismo alemán, stalinismo panruso y el maoísmo asiático y rural de la guerra popular prolongada. Sin embargo, al margen de las vestimentas, envolturas y maquillajes, el anticapitalismo nos ha dejado más de 160 millones de muertos (considerando la barbarie nazi). El genocidio, el exterminio, el aplastamiento de cualquier libertad, casi siempre provino de totalitarismo comunista.
De allí la enorme importancia de comprender el fenómeno totalitario contemporáneo, sobre todo luego de que la izquierda y el comunismo se impusieran por mayoría absoluta en la constituyente en Chile.
La revolución de octubre representó la estrategia del asalto al poder, de los programas máximos y mínimos del comunismo, de la construcción de una fracción bolchevique de cuadros sobre los lineamientos estratégicos elaborados por Lenin. La estrategia del asalto al poder combinaba la lucha electoral con la organización de un poder alternativo a la institucionalidad existente, mediante la organización de soviets. Esa fue la misma estrategia que aplicaron los ex socialistas que construyeron el Partido Nacional Socialista Alemán para doblegar a la frágil república de Weimar en Alemania.
Después de la revolución bolchevique y el asalto al poder nazi, en China, Mao Zedong desarrolló la estrategia de la guerra popular prolongada del campo a la ciudad. Y de alguna manera, los manuales para el asalto al poder comunista en el planeta terminaron de ser redactados (el foquismo cubano fue un caso particular).
Sin embargo, luego de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del sistema soviético, las tradiciones comunistas –a diferencia de las tradiciones liberales y conservadoras occidentales– se reformaron radicalmente en términos ideológicos. El llamado neomarxismo se nutrió de los textos de Gramsci, de la escuela de Frankfurt, del marxismo francés deconstruccionista, del psicoanálisis y de otras corrientes.
De pronto, se disolvieron los viejos partidos bolcheviques, se abandonaron los programas máximos que cuestionaban el sistema republicano y el capitalismo, y se optó por una plataforma de demandas parciales: supuesta defensa de los DD.HH. (para debilitar la autoridad de los estados democráticos), supuesta defensa radical del medio ambiente (para detener el capitalismo en los países emergentes), supuesta defensa del derecho de las minorías sexuales y ofensiva contra la familia nuclear –base de la construcción de Occidente–, con el objeto de enfrentar a las nuevas generaciones con las tradiciones y las religiosidades occidentales, entre otras banderas.
El neomarxismo llegó a engullir a las tradiciones liberales, y algunos libertarios que abandonaban la filosofía se sintieron más cerca de ese progresismo de las banderas parciales arriba mencionadas. Súbitamente, los defensores de los sistemas republicanos solo se dedicaban a defender el modelo económico, mientras el neomarxismo se apoderaba de la cultura y la ideología, y construía los sentidos comunes de las nuevas generaciones en temas como DD.HH., medio ambiente, el papel de la libertad individual frente a las tradiciones opresivas. Y poco a poco, la idea de un igualitarismo utópico comenzó a permear toda la acción de estos activistas de demandas parciales.
Un alza de pasaje en Santiago de Chile desató protestas inesperadas, y de los colegios salieron los primeros piquetes de revolucionarios. Una muerte ante la violencia ejercida contra los efectivos y las organizaciones de DD.HH. acabaron con la moral de los Carabineros y de las Fuerzas Armadas chilenas porque, antes que la ley y el orden público, estaba el derecho a la protesta. Sin saber cómo, Chile llegó a la constituyente y hoy está cerca del comunismo a secas.
De alguna manera todo el andamiaje ideológico del neomarxismo –sobre todo del francés– se ha aplicado a pie juntillas en Chile. La espontaneidad y la dispersión de las revueltas hoy se centraliza en la asamblea constituyente. Y de repente, todos empezamos a notar que más allá del progresismo, más allá del neomarxismo y de la horizontalidad de la revolución chilena, es casi seguro que la constituyente ratificará el viejo aserto bolchevique acerca de que “salvo el poder, todo es ilusión”.
De la revolución de octubre hemos pasado a la revolución de Santiago. No hay un Lenin, no hay una fracción bolchevique, pero estamos seguros de que sí habrá una internacional progresista-comunista. La estrategia ya se aplica en Colombia, y ya hemos ingresado a un cambio de época en la lucha por la libertad.
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