Guillermo Vidalón

El desfase entre lo social y la política

Reflexiones sobre la crisis del espacio público

El desfase entre lo social y la política
Guillermo Vidalón
13 de diciembre del 2017

El discurso político nos dice que hay que combatir la informalidad para que más peruanos gocen de los beneficios de la formalidad; sin embargo, lo social acude y acepta la informalidad porque le significa una estrategia de supervivencia pronta y concreta.

¿Por qué si toda la clase política repite que es necesario hacer reformas profundas para disminuir la informalidad no hay una respuesta rotunda y favorable al cambio hacia mejor? La promesa de una organización social mejor, que haga posible un mayor disfrute social de la colectividad nacional es la que no está enraizada.

Si la mayoría de la población desconfía de la eficacia del Estado y sus instituciones para proveer mejores servicios a sus ciudadanos, el Contrato Social del que hablaba Jean-Jacques Rousseau se quiebra.  Un Estado que no garantiza derechos ni ha logrado que sus ciudadanos interioricen que deben cumplir con sus deberes, lo que obtiene como respuesta es la “desafiliación práctica” y voluntaria mediante el desacato de la ley. Ni al personaje más encumbrado ni a su opuesto le interesará cumplir con las normas.

Por un lado, tenemos ciudadanos que aportan directamente mediante su trabajo organizado al sostenimiento del Estado y, por el otro, a quienes aportan indirectamente mediante el pago del Impuesto General a las Ventas, al cual, si pudiesen eludirían bajo el argumento de cuál es el beneficio que obtenemos de un Estado conducido por una clase política que desde un extremo a otro, al parecer, estaría comprometida en actos de corrupción.

Sin embargo, la política siempre ha sido y es liderada por un grupo capaz de elaborar la promesa que cautiva a la mayoría y los procesos electorales se constituyen en los momentums en los que los ciudadanos asumen el mandato y delegan su representación política.  En las elecciones generales del 2016, el presidente Pedro Pablo Kuczynski acuñó el eslogan “El sí sabe…”, en el imaginario colectivo esa frase recibe el añadido “…cómo mejorar nuestras vidas”; y, su contendora, Keiko Fujimori, contrastó “Con la Fuerza del Pueblo…”, fue entendido  como “…los representaré”.

A casi un año y medio de haberse inaugurado el nuevo mandato, no sabemos si efectivamente sabe.  Como tampoco si la fuerza significaba poner en riesgo la institucionalidad de la presidencia.  Lo cierto es que en la tradición política peruana las conductas éticas y las promesas han sido dejadas de lado tanto en los períodos democráticos como en aquellos en que nos alejamos de sus cánones tradicionales.

El desfase entre lo social y lo político hizo crisis en 1990, cuando el hartazgo social frente a la hiperinflación (7,650%) y el avance de la maquinaria de muerte del terrorismo parecía incontenible.  Se acoplan nuevamente cuando el terrorismo es desarticulado y el sinceramiento de la economía empieza a dar sus frutos.

El año 2000, la crisis del fujimorismo por la revelación de cómo se manejó el Estado, generó un nuevo descalce que fue rápidamente superado por el gobierno de transición (8 meses) presidido por Valentín Paniagua.  Desde entonces, los descalces entre la política y lo social han sido continuos y el encono entre las facciones políticas mayoritarias, los profujimoristas y al antifujimorismo no han sido capaces de construir espacios de encuentro y dejar de ver enemigos políticos para encontrar en la contraparte a un rival, como recordaba en la CADE pasada el Dr. Hugo Neira.

Mientras la clase política que participa del sistema democrático está entretenida en sus dimes y diretes, en sus mutuas acusaciones de corrupción, el terrorismo ha vuelto a infiltrarse en las aulas para dogmatizar a cientos y quizás miles de jóvenes, a quienes utilizó como carne de cañón para sus malhadados fines.

Guillermo Vidalón
13 de diciembre del 2017

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