La comisión de Constitución del Congreso de la R...
La provisionalidad es el rostro más evidente del fracaso del sistema de justicia en el Perú, de la estrepitosa inoperancia de la Junta Nacional de Justicia (JNJ) y de la urgencia de desarrollar reformas constitucionales de parte del Congreso. A estas alturas se puede afirmar lo siguiente: no existirá democracia en el Perú si es que no se reforma la justicia nacional.
Las cifras son escalofriantes. De un total de 60 magistrados de las diferentes salas de la Corte Suprema alrededor de 20 son titulares, mientras que 40 son provisionales. ¿Puede haber justicia con magistrados cuya permanencia en el cargo no depende de la antigüedad y los méritos, sino de la voluntad de una instancia superior? Imposible. Por otro lado, los dos tercios de provisionalidad en la Suprema representan una sangría directa de las cortes superiores del país. Semejante situación obliga a seguir extendiendo la provisionalidad hacia los magistrados de primera instancia hasta que, finalmente, para llenar los vacíos de las primeras instancias el sistema de justicia contrata abogados de la calle.
El fracaso del sistema de justicia en el Perú no solo se expresa en la brutal judicialización de la política, que ha bloqueado a la mayoría de los partidos democráticos y ha empoderado a las fuerzas del antisistema (hasta determinar el triunfo de Pedro Castillo), sino también en el incremento y los embudos de carga procesal que enfrentan los magistrados. Las leyes penales aprobadas en los últimos años, que desarrollan una tipicidad deficiente, han agravado el panorama del sistema de justicia. Hoy, por ejemplo, los policías que defienden a la sociedad son judicializados y las bandas criminales liberadas por jueces provisionales.
Por todas estas consideraciones es de una urgencia extrema que el Congreso se focalice en aprobar reformas constitucionales que nos permitan reorganizar el sistema de justicia en el marco del Estado de derecho. En ese sentido, ha surgido la propuesta –sobre todo respaldada por el ex magistrado del Tribunal Constitucional, José Luis Sardón– de volver a nuestras tendencias históricas constitucionales. Antes de la dictadura de Velasco Alvarado, el Congreso se encargaba de nombrar a los magistrados supremos de acuerdo a listas elaboradas en base a la antigüedad y méritos. Y el Ejecutivo nombraba a los magistrados de primera y segunda instancia. El mencionado sistema funcionó en el siglo XX con eficiencia y propiedad desde los años treinta hasta las modificaciones de la dictadura militar.
El riesgo de este modelo siempre fue la politización. Sin embargo, ¿cuándo hubo más politización? ¿Antes o ahora? La JNJ acaba de suspender a una fiscal de la Nación porque sí y ante sí. No existe teléfono ni chats que prueben los delitos imputados; sin embargo, la exfiscal de la Nación Patricia Benavides ya no está en el cargo.
Siempre existirá el riesgo de politización, pero la única politización de las instituciones que puede tolerar un sistema republicano es la que proviene de los poderes soberanos. Es decir, de los que son constituidos en base al sufragio del pueblo, tal como sucede en las democracias de Estados Unidos, el Reino Unido, y otras democracias longevas.
Por otro lado, también está la interesante propuesta de la congresista Gladis Echaíz, quien plantea crear la Escuela Nacional de la Magistratura para reemplazar las funciones de la Academia de la Magistratura y la Junta Nacional de Justicia. La valiosa propuesta plantea que la nueva escuela se encargue de formar, capacitar y nombrar a los magistrados. Sin embargo, uno de los reparos de los constitucionalistas es que la iniciativa unifica en una sola entidad la formación, la capacitación y el nombramiento. Una situación poco común en los ordenamientos constitucionales.
En cualquier caso, ha llegado la hora de la reforma constitucional del sistema de justicia en democracia. La aprobación de la bicameralidad es un momento que no se puede perder para desarrollar las reformas que organicen un nuevo sistema de justicia.
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