La comisión de Constitución del Congreso de la R...
El Perú inicia el 2024 con recesión, con el aumento de la pobreza a cerca del 30% de la población y con la sensación de que de nada valió crecer en las últimas dos décadas y desarrollar el mayor proceso de reducción de pobreza de nuestra historia republicana, hasta antes de la pandemia y del gobierno de Pedro Castillo. En efecto, antes de Castillo la pobreza había descendido al 20% de la población, y ahora que está en un tercio de la ciudadanía es evidente que el país ha retrocedido una década en la lucha en contra de este flagelo.
Pero si recordamos que, a inicios del nuevo milenio, cuando el Perú crecía sobre el 6% anual y reducía varios puntos de pobreza por año, los economistas y diversas entidades señalaban que si el país seguía creciendo a esas tasas en el Bicentenario se podrían alcanzar un ingreso per cápita cercano al de un país desarrollado, es evidente que los peruanos están protagonizando otra oportunidad perdida en su historia nacional. En el Bicentenario el ingreso per cápita no se acercó a uno desarrollado, sino que se fraguaron las condiciones para que más de tres millones de connacionales volvieran a caer debajo de la pobreza.
Sin embargo, a pesar del aumento de pobreza, a pesar de la extrema burocratización del aparato estatal y la conversión del Estado en enemigo de la inversión privada, y pese también a la emergencia de un Estado fallido, el ajuste y las reformas que tendría que enfrentar el Perú para volver a la senda del crecimiento y la afirmación institucional no tienen el contenido trágico del sacrificio en Argentina.
En efecto, retomar el camino del crecimiento y superar la burocratización del Estado que fomentó el progresismo y el bloqueo de inversiones que desató el gobierno de Castillo no requiere la sangre, el sudor y las lágrimas de los noventa. Es evidente que los 19 ministerios del Ejecutivo deberían ser reducidos a la mitad para devolver gran parte de los recursos que el Estado progresista le saca al sector privado, a la ciudadanía y la sociedad. El camino que ha emprendido Javier Milei en la Argentina es un ejemplo en ese sentido. Sin embargo, en el Perú no hay necesidad de un gran ajuste fiscal como sucede en Argentina.
El ajuste y las reformas en el Perú, pues, no recaerán sobre el pueblo, sino sobre la burocracia y las sobrerregulaciones creadas para organizar nuevos ministerios, consultorías y sinecuras. El Estado, los ministerios, los gobiernos regionales, los municipios y las empresas estatales consumen cerca del 30% del PBI (cerca de US$ 240,000 millones), no obstante la alarmante falta de servicios y ausencia estatal en la sociedad. Eso no puede continuar.
En este contexto, la ciudadanía tiene que decidir: o ajusta el Estado burocrático, fallido e ineficiente, o se compra el relato de las izquierdas comunistas y progresistas acerca de que el sector privado y “la explotación” son las causas de los males nacionales. De alguna manera toda la historia nacional podría resumirse en ciclos de crecimiento seguidos de revoluciones, golpes militares y asonadas que interrumpieron la estabilidad y frenaron la expansión económica y la reducción de la pobreza.
En el Perú hemos conocido de todo y hemos experimentado casi de todo. En los ochenta el Estado empresario, el hueco fiscal y la hiperinflación escenificaron el modelo chavista y estatista que ha hundido a Argentina y Venezuela. La hiperinflación nacional arrojó a más del 60% de los peruanos a la pobreza. Igualmente, el país enfrentó uno de los movimientos terroristas más letales del planeta. De todas esas lacras salimos; sin embargo, la falta de comprensión ideológica y cultural de los problemas, lentamente nos está llevando al pasado, a esos momentos de tragedia.
No hay vuelta que dar, pues. O apostamos por el crecimiento, la inversión privada y la afirmación institucional o regresamos a ese péndulo que nos lleva al empantanamiento, que nos condena a ser una sociedad eternamente subdesarrollada.
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