Las bancadas de la centro derecha –entre ellas Fuerza Po...
La semana pasada –antes de la movilización más grande de las últimas dos décadas, en la que se exigió la defensa del voto y transparencia electoral–, contingentes de activistas de Perú Libre llegaron desde el norte y desde el sur del país. Si bien eran núcleos pequeños, sí contaban con enormes recursos proporcionados por el eje bolivariano y expresaban la convicción de los militantes viejos y con una gran tradición. De allí que los activistas del sur –sobre todo reservistas– avanzaran en formación castrense y los del norte –llamados ronderos– raspaban sus machetes en las pistas, produciendo sonidos chirriantes que pretendían asustar a los limeños.
El objetivo era claro: desalentar las masivas concentraciones de ciudadanos que salían a exigir transparencia electoral y se apoderaban de las calles de Lima. No lo lograron. Más de 150,000 almas se juntaron en la Avenida de la Peruanidad el sábado pasado para exigir la defensa del voto.
Sin embargo, sucedió un debate interesante, muy importante para entender cómo reacciona la élite limeña que se autodenomina de izquierda. Los machetes que se raspaban en las pistas y que echaban chispas y chirridos, desataron una intensa campaña en redes exigiendo que la administración Sagasti y el Ministerio del Interior desarmara a los llamados ronderos para evitar cualquier desgracia futura. La campaña fue tan efectiva que, en el acto, surgieron las explicaciones antropológicas del problema: “No son armas blancas para amenazar, sino expresiones culturales relacionadas con el trabajo”. El propio ministro del Interior, José Elice, asumió el discurso. Sin embargo, luego de la campaña en redes y los incidentes, los machetes desaparecieron.
Aquí lo interesante es la explicación de las élites proclamadas de izquierda. Todos sabemos que el machete como expresión cultural es una imagen tan forzada como todos los trabajos e investigaciones de la Universidad Católica sobre la tan mentada multiculturalidad nacional. En realidad, semejantes explicaciones parecen más dirigidas al mundo interno de estas élites que a la mayoría de los limeños.
Sucede que la idea del rondero puede tener muchas explicaciones, especialmente ante el fracaso del Estado en proveer la seguridad y el orden interno en el Perú profundo; pero nadie puede asociarla al machete o al látigo. Es un intento burdo y forzado. Tampoco los comités de autodefensa del VRAEM pueden ser asociados a las llamadas armas hechizas.
En realidad, la élite de izquierda vive atrapada en explicaciones ideológicas y antropológicas que ignoran una verdad gigantesca: hoy Lima y las ciudades de la costa son sociedades andinas por excelencia. La capital es una ciudad andina que, prácticamente, ha molido los últimos restos de la vieja ciudad criolla, colonial y europeizante. ¿Cómo entonces se atreven a contarle sobre expresiones culturales a los más de diez millones de limeños, si todos ellos, de alguna manera, tienen relaciones vivas con el Perú profundo de dónde provienen ellos o sus ancestros?
En ese sentido, lo del machete y la expresión cultural es una mentira cargada de cinismo. Se raspaban los machetes en la pista para amedrentar a “los limeñitos” y desanimarlos de salir a protestar. La élite de izquierda se cree tanto sus mentiras que se olvida que Lima es la ciudad más andina, más provinciana, el crisol de todas las sangres y la peruanidad.
Esa misma élite que reclama la naturaleza cultural del machete es la misma que cree que puede “reeducar” a Pedro Castillo ante la eventualidad de que sea electo jefe de Estado. Nuestras élites limeñas está tan ensoberbecidas que consideran que los silencios y aquiescencias de Castillo son signo de desconcierto y falta de perspectiva. En ese sentido, han rodeado al líder de Perú Libre y pretenden alejarlo de Vladimir Cerrón y las demás corrientes comunistas. Tratamos de entender cómo han llegado a esta conclusión y solo nos queda la certeza de que las élites limeñas están siendo manoseadas y utilizadas por el líder del movimiento del lápiz. En la hipótesis de que se proclamase la victoria de Castillo, esas élites sentirían el sabor amargo de haber sido burlados.
La soberbia criolla de creer que se puede reeducar a Castillo –un fogueado dirigente sindical y organizador social, con claras raíces ideológicas en el comunismo ortodoxo– solo revela la conocida frescura y frivolidad del pituco limeño. Es la misma actitud que se expresa cuando se le pretende decir a la ciudad más andina y más grande del Perú que blandir un machete afilado es solo una inocente expresión cultural.
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