Las bancadas de la centro derecha –entre ellas Fuerza Po...
El 25 de junio de este año, el Tribunal Constitucional del Perú conmemoró su 25 aniversario. Por ese motivo el Magistrado José Luis Sardón –integrante del Tribunal y Representante Alterno del Perú ante la Comisión de Venecia, pronunció el brillante discurso que reproducimos a continuación.
Sentido de la Constitución
¿Cuál es el sentido de la Constitución? Según Ludwig von Mises, la acción humana se caracteriza por tener necesariamente un sentido:
pretende alcanzar precisos fines y objetivos,
dice al inicio de su magna obra, La acción humana. Elaborar constituciones no es —no puede ser— una excepción a esta regla. ¿Para qué se redacta, entonces, una Constitución?
En el mundo contemporáneo, existen alrededor de doscientos países. Casi todos tienen una Constitución escrita. Es una práctica tan extendida que incluso hay organizaciones internacionales dedicadas a ayudar a los países a hacer o rehacer sus Constituciones. La más importante es la Comisión de Venecia, creada por el Consejo de Europa en 1990, para ayudar a los países de Europa del Este a diseñar sus Constituciones, una vez sacudidos del comunismo.
Algunos países tienen una Constitución con otro nombre. El caso más notable es la República Federal de Alemania. Su Constitución es la Ley Fundamental de Bonn de 1949. En realidad, la principal excepción a la regla es el Reino Unido y algunos otros países del Commonwealth británico. No tienen una Constitución escrita, pero sí documentos como el Acta de la Reforma de 1832, las Actas del Parlamento de 1911 y 1949, y la más reciente Acta de Reforma Constitucional de 2005. La Constitución del Reino Unido vendría a ser la suma de dichos documentos, y su aplicación práctica.
Para responder cuál es el sentido de la Constitución, entonces, no debemos distraernos por su nombre, sino concentrar nuestra atención en dos puntos:
- Primero, sus efectos prácticos; y,
- Segundo, su contenido.
Solo prestando atención a ellos, podemos responder adecuadamente a la pregunta sobre el sentido de la Constitución. Empecemos, entonces, por precisar cuáles son los efectos prácticos de la Constitución. El principal de ellos es tan evidente que podemos no percatarnos de su existencia: prevenir el cambio normativo. Toda Constitución busca ser un ancla normativa, es decir, fijar en el tiempo normas que se estiman fundamentales para la vida y el desarrollo de una sociedad.
La diferencia entre la Constitución y la ley es que aquella resulta más difícil de cambiar que esta. En el caso del Perú, por ejemplo, una ley ordinaria requiere ser aprobada por una mayoría simple de los miembros del Congreso. Toda reforma de la Constitución, en cambio, requiere ser aprobada por una mayoría absoluta de congresistas y luego ratificada en referéndum. Si dicha reforma alcanza una mayoría calificada de dos tercios del Congreso, en dos legislaturas ordinarias consecutivas, se puede obviar el referéndum.
En sus 28 años, nuestra Constitución ha tenido 24 reformas. Esto contrasta con lo ocu rrido en los Estados Unidos. En sus 234 años, la Constitución de ese país ha tenido 27 enmiendas. 24 reformas en 28 años equivale casi a una reforma por año; 27 enmiendas en 234 años equivale casi a una enmienda cada diez años. La estabilidad constitucional de los Estados Unidos es, pues, diez veces la nuestra. Seguramente, ello explica —al menos, en parte— su nivel de desarrollo —en términos de PBI per cápita— es también diez veces el nuestro: US$ 6,978 versus US$ 65,298, según el Banco Mundial.
En realidad, la Constitución de los Estados Unidos es la más antigua del mundo. En ese país, todo es nuevo, salvo su Constitución. El juez Antonin Scalia contrastaba los Estados Unidos con Italia. En Italia —decía—, todo es más antiguo, salvo su Constitución. La Constitución italiana es de 1947, mientras que la americana es de 1787. Tener la Constitución más antigua del mundo, seguramente también, contribuye a explicar por qué la economía de los Estados Unidos es la más grande del mundo. Es 50% más grande que la de China, a pesar de tener solo una cuarta parte de su población.
A pesar de no tener una Constitución escrita, los ingleses tienen tan clara la importancia de la estabilidad de la Constitución que en la canción titulada nada menos que Revolución —compuesta por John Lennon, el más rebelde de Los Beatles— se afirma:
Dices que vas a cambiar la Constitución
Bueno, ¿sabes?
Nosotros todos queremos cambiar tu cabeza
Evidentemente, la estabilidad constitucional no es un valor absoluto, pero se debe ser cauto al reformar una Constitución. Si cambiar la Constitución fuera tan fácil como cambiar o reformar una ley cualquiera, no podría hablarse siquiera de Constitución.
Ahora bien, para comprender cabalmente el sentido de la Constitución, debe dilucidarse también el segundo punto al que me referí al principio: su contenido. ¿Cuál es o debe ser este? Así como hay Constituciones que no se llaman de esa manera, también hay otras que se llaman Constitución, pero que no califican como tales, pues no contienen las normas constitucionales características. ¿Cuáles son estas? Cuatro siglos antes de Cristo, en La Política, Aristóteles describió la constitución de diferentes ciudades griegas. Al hacerlo, se refirió a su forma de organización política efectiva.
Lo característico de una Constitución es, pues, definir la organización política de un país. Pero no solo ello. Desde sus antecedentes antiguos y medievales, la idea de Constitución significó el establecimiento de límites al poder. La Carta Magna de 1215, por ejemplo, fijó límites a la voluntad o al capricho del rey, al establecer que no podía tomar la vida, la libertad y la propiedad de los lords sin un debido proceso. Una Constitución no puede establecer, pues, cualquier estructura de gobierno sino una que sirva para crear un estado de Derecho —es decir, un gobierno de leyes, no de hombres:
antes fueron leyes que reyes
dijeron en Aragón a fines del siglo XVI, frente a los ímpetus absolutistas del Rey de España Felipe II, basándose en los legendarios Fueros de Sobrarbe.
La respuesta completa a la interrogante que nos convoca esta mañana es, pues, la siguiente: el sentido de la Constitución es establecer un gobierno limitado y estable. Un gobierno de este tipo no es un fin en sí mismo sino un medio para asegurar la vigencia de los derechos fundamentales de las personas, y permitir que se desarrollen las iniciativas empresariales, de creación económica y de progreso, que están latentes en la sociedad. Es un instrumento para tener una sociedad libre y próspera, en la que florezcan los proyectos de vida de sus ciudadanos, familias y empresas.
Un gobierno sin límites tiene efectos perversos en lo político, lo económico y lo moral; condena a un país no solo a la pobreza sino también a la desmoralización. Quien haya podido tratar con personas provenientes de países con gobiernos totalitarios podrá corroborar: lo más triste no es que sean pobres sino que están quebrados moralmente. Tienen arraigada la idea, derivada de su propia experiencia, de que el abuso es consustancial a la interacción humana. Creen, como Hobbes, que el hombre es el lobo del hombre, porque bajo un régimen totalitario no impera la razón sino el miedo.
Un diseño constitucional orgánico adecuado, en todo caso, no es tarea simple. No hay una fórmula única para hacerlo. Cada arreglo institucional debe responder a la historia y cultura de cada sociedad. Ello no significa, por supuesto, que la política comparada no ofrezca sugerencias de las que se debe tomar nota. Una Constitución, en realidad, ha de combinar consideraciones universales y particulares.
Por otro lado, no hay ninguna opción que no tenga pros y contras. En realidad, ni siquiera está claro qué aspectos una estructura de gobierno ha de incluir. Nadie cuestiona la importancia de la separación de poderes, pero hay quienes afirman que aún más importante es facilitar el surgimiento de partidos y sistemas de partidos. Más que el sistema de
gobierno, importaría el sistema de representación. Desde que son la bisagra entre la sociedad y el Estado, los partidos representan el primer nivel de organización política.
Como enseñó Giovanni Sartori, los partidos modernos —a diferencia de las facciones per-modernas— solo surgen cuando hay sistemas de partidos, es decir, cuando la conducta de unos es acotada o constreñida por la de los otros. Un sistema de partidos implica la alternancia ordenada de partidos en el poder. Repetida en el tiempo, esta hace que surjan estrategias de prestigio entre los participantes. Robert Aumann, Premio Nobel de Economía 2004 y uno de los principales autores de la teoría de juegos, dice:
La repetición posibilita la colaboración
Por el contrario, allí donde no hay una alternancia ordenada de partidos en el poder, surgen estrategias predatorias. Los gobernantes tienden a pensar, como los Corintios:
Comamos y bebamos que mañana moriremos
ya que, al salir del poder, no pasan luego a la oposición sino a la cárcel. Saltan sobre ellos, como fieras, los aliados del nuevo gobernante —incluyendo algunos ex-colaboradores que les traicionan a la velocidad de un rayo—, con el aplauso de la prensa venal y la tribuna exaltada. En una situación así, no hay estado de Derecho posible; el Derecho y la administración de justicia son una y la misma cosa que la lucha política. Se entroniza, entonces, la desconfianza y se degrada la vida en sociedad.
Indudablemente, pues, una Constitución debe establecer no solo una adecuada separación entre los poderes del Estado sino también reglas propicias para el surgimiento de partidos y sistemas de partidos. Según Patrick Gunning, una Constitución que no define un sistema de representación no merece ser llamada Constitución. Con frecuencia, sin embargo, los debates constitucionales soslayan esto y priorizan el reconocimiento de derechos fundamentales. Ello es un error: los derechos no se protegen tanto por declaraciones enfáticas como por arreglos institucionales propicios. Como dijo Felipe Ortiz de Zevallos Madueño durante los debates que dieron origen a nuestra Constitución:
Una Constitución no debe plantear lo máximo a lo que aspira una sociedad sino lo mínimo en lo que se puede poner de acuerdo para gobernarse.
La Constitución de los Estados Unidos incluye una Carta de Derechos, pero ella no es lo esencial de dicha Constitución. Lo esencial son las normas que establecen una estructura de gobierno basada en el principio de la separación de poderes. Existen constituciones que han reconocido más derechos que la de los Estados Unidos. Scalia solía señalar a la de la Unión Soviética de 1977. Esta se explayaba en reconocer los derechos, pero no establecía pesos y contrapesos dentro del gobierno. Consecuentemente, contribuyó al descalabro de ese país en 1991.
En los últimos treinta años, en Latinoamérica, la expansión de derechos fundamentales frecuentemente ha sido utilizada como cortina de humo para instaurar regímenes autoritarios, si es que no totalitarios. Prometiendo el oro y el moro, algunas Constituciones latinoamericanas recientes han distraído a la población del verdadero interés de sus propulsores: permanecer en el poder. Observando este fenómeno recurrente, por eso, cuando alguien propone cambiar la Constitución debe uno preguntarse: ¿qué querrá este señor realmente —no será solo quedarse en el gobierno para siempre?
El cambio total de Constitución es más riesgoso que las reformas parciales frecuentes, ya que significa el “reseteo” total del sistema jurídico del país. Toda norma jurídica que se oponga a la nueva Constitución queda derogada. El adanismo constitucional implica, además, una condena radical del pasado, en el que no se reconoce nada bueno, noble y generoso; al mismo tiempo, supone la pretensión —la fatal arrogancia, diría Hayek— de que la nueva generación hará todo mejor ahora. ¿Qué garantía hay de que eso ocurra? ¿Basta acaso con que muestre indignación frente a las deficiencias previas?
Ciertamente, destruir instituciones es mucho más fácil que reconstruirlas; en realidad, una vez destruidas, resulta imposible reconstruirlas. Es como querer reparar una telaraña con la mano, habría dicho Ludwig Wittgenstein. A finales del siglo XVIII, Edmund Burke ya advirtió lo siguiente:
La ciencia de componer un gobierno, o renovarlo, o reformarlo, como todas las demás ciencias fundadas en la experiencia, no se puede aprender a priori; la experiencia de esta ciencia práctica no se adquiere en un día, porque los efectos reales de las causas morales no siempre son inmediatos. Algo que parece perjudicial en una primera inspección, puede ser muy bueno en sus consecuencias posteriores; esta misma bondad puede acaso derivar de los malos efectos producidos al principio. Puede también ocurrir lo contrario; proyectos muy plausibles, después de haber tenido los principios más lisonjeros, acaban por causar arrepentimiento y vergüenza. (…) Así, pues, desde que la ciencia del gobierno es del todo práctica en sí misma, versa sobre tanta variedad de objetos prácticos —y exige una experiencia tan vasta que no es dado adquirir a ningún hombre en el curso de su vida, por mucha sagacidad que tenga y por muy buen observador que sea—, nadie debe, si no es con infinitas precauciones, emprender la ruina de un edificio que por espacio de muchos años llenó de un modo tolerable todos los fines generales de la sociedad, ni pretender la construcción de otro sin tener a la vista algún modelo o ejemplo que presente la idea de una utilidad ya experimentada.
Como regla general, el adanismo constitucional tiene, pues, consecuencias muy negativas. José Luis Cordeiro ha demostrado que existe una correlación entre el número de Constituciones y el nivel de desarrollo. De hecho, los otros cuatro países que acompañan a los Estados Unidos en el grupo de cinco con Constituciones más antiguas tienen también altos niveles de desarrollo: 2. Noruega (1814); 3. Holanda (1815); 4. Bélgica (1831); y, 5. Luxemburgo (1842). Los cinco con Constituciones más recientes, en cambio, son casi todos subdesarrollados: 1. Cuba (2019); 2. Tailandia (2017); 3. Costa de Marfil (2016); 4. República Central Africana (2016); y, 5. Zambia (2016).
La Constitución de Cuba es un documento digno de las novelas de Miguel Ángel Carpentier. Repleta de expresiones retóricas, no logra ocultar el hecho macizo de que, desde hace 62 años, el gobierno allí está en manos del Partido Comunista. En realidad, hasta el 2019, estuvo en manos de los hermanos Castro —primero Fidel, luego Raúl. Con la coartada del socialismo, estos se entronizaron en el poder, persiguiendo a quienes — como Huber Matos— creyeron sus promesas iniciales. Cuba fue un día uno de los países más ricos de Latinoamérica; hoy es uno de los más pobres del mundo.
Venezuela no ha hecho sino repetir esta triste historia. En 1998, luego de llegar al poder por la vía democrática, Hugo Chávez impulsó el cambio de Constitución. La nueva Constitución cambió incluso el nombre del país. Ayudado por el boom de los comodities, su régimen ocultó por algunos años la destrucción de sus instituciones económicas: el derecho de propiedad y el estado de Derecho. Al disiparse este boom, su sucesor Ni colás Maduro pretendió echar mano nuevamente de la coartada constitucional, convocando a una Asamblea Nacional Constituyente el 2017.
Sin embargo, a pedido de la Organización de Estados Americanos (OEA), la Comisión de Venecia entregó una Opinión muy crítica de la Asamblea susodicha. Según la Constitución de Venezuela, dijo, el Presidente puede proponer pero no disponer la convocatoria de tal Asamblea. Además, en la convocatoria inconstitucional de Maduro:
- La distribución de curules por circunscripciones electorales licuó el peso político de Caracas en favor de áreas rurales despobladas, vulnerando el principio de igualdad del voto;
- La representación gremial se basó en gremios inexistentes y no reflejó ningún principio ordenador identificable; y,
- El número exorbitante de miembros de la Asamblea Nacional Constituyente (más de 500), impediría cualquier debate significativo.
A base de esta Opinión, la OEA y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa condenaron a la Asamblea Nacional Constituyente de Maduro. Deslegitimada internacionalmente, ella aún no entrega la nueva Constitución. Empero, su sola existencia genera incertidumbre. Consecuentemente, nadie se anima a desarrollar ninguna empresa. Si no pueden migrar, los venezolanos buscan solo sobrevivir. En el Perú, más de un millón de inmigrantes venezolanos pueden corroborar esta tragedia: el que hace apenas unas pocas décadas fuera el país más rico de Sudamérica es hoy el más pobre.
Los peruanos cambiamos ocho veces de Constitución en el siglo XIX y cuatro en el siglo XX. En el XXI, más que volver a incurrir en el adanismo constitucional, creyendo que podemos tomar el cielo por asalto, debemos efectuar ajustes puntuales a nuestra Constitución, tanto en el sistema de representación como en el sistema de gobierno. Ciertamente, hay mucho por reformar en el Título IV de la Constitución. Siguiendo el consejo del pensador mexicano Octavio Paz, debemos continuar construyendo la modesta Casa de los Hombres, en la que podamos enfrentar los malos tiempos cada vez de mejor manera.
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