La comisión de Constitución del Congreso de la R...
No es exagerado sostener –tal como lo plantean diversas entidades– que si el país hubiera seguido creciendo sobre el 6% en las últimas dos décadas, hoy el ingreso per cápita de la sociedad peruana se acercaría al de un país desarrollado. Por otro lado, más del 60% de la población pertenecería a la clase media consolidada, y la pobreza estaría por debajo del 10%. Se sostenía que estas cifras y estos logros se podrían alcanzar en el Bicentenario. Sin embargo, llegamos al 2021 con el Gobierno de Pedro Castillo y luego de esa devastadora experiencia la pobreza aumentó del 20% al 30%.
La destrucción que desató el Gobierno de Castillo no es una arbitrariedad. De alguna forma, es el resultado final de un proceso de involución política, económica y social del Perú. El Estado, en vez de convertirse en el aliado, en el organizador o el conductor del proceso de inversión privada, se convirtió en el enemigo de ésta. La sobreregulación del Estado –a través de ministerios, regiones, gobiernos locales y diversas dependencias–, se volvió una verdadera muralla contra los procesos de inversión en minería, en agroexportaciones, en pesca, en inversiones de infraestructura. Y de pronto, el país que crecía sobre el 6% anual empezó a crecer en alrededor del 3% y dejó de reducir pobreza en varios puntos anuales.
De alguna manera, se configuró la economía y la sociedad en la que tendría que llegar Pedro Castillo, con su discurso corrosivo, anticapitalista y, lo peor de todo, vinculado a los viejos relatos maoístas del colectivismo terrorista. La involución del Perú, pues, es un proceso que acumula más de una década. Por eso los economistas suelen hablar de una década perdida. Y Castillo no es sino la culminación de ese proceso. No obstante, vale señalar lo siguiente: a pesar de la involución, a pesar del gobierno de Castillo, que gobernó en contra de la Constitución, alentó las nacionalizaciones en recursos naturales y bloqueó las inversiones de mediano y largo plazo, de una u otra manera, las principales columnas del modelo económico continúan y persisten.
El Perú necesita reformas, es incuestionable. Necesitamos acabar con el Estado burocrático, simplificar los trámites en el Estado. Necesitamos una reforma tributaria que simplifique el cobro de los recursos fiscales y que baje las tasas. Necesitamos una reforma laboral para posibilitar la flexibilidad laboral en los contratos y avanzar en la formalización. Igualmente necesitamos una reforma en la educación, en la salud, para construir un capital humano innovador, capaz de competir en las grandes tendencias de la globalización de la economía. También necesitamos invertir para solucionar todos los déficits de infraestructuras que traban el avance y la conexión de los mercados a nivel nacional e internacional.
Necesitamos todo eso, es verdad, para relanzar la economía y avanzar hacia el futuro. Pero a diferencia de países como Argentina y Bolivia, por ejemplo, el Perú no necesita un ajuste traumático de su economía, un ajuste devastador, porque ese ajuste se produjo en los años noventa. Con la involución que registramos el día de hoy en la economía y en la sociedad, el Perú necesita reformas, necesita una nueva política proinversión, necesita ordenar ciertas cuentas fiscales; pero todo eso está muy lejano de un ajuste económico. Y eso es lo que genera una gran oportunidad para el país.
Sí, el Perú preserva su frágil institucionalidad, no obstante la alta desaprobación del Ejecutivo y del Congreso. En las elecciones del 2026 debería emerger una alternativa a favor de la institucionalidad democrática, a favor del mercado. Y si en ese contexto se desarrollan las reformas que hemos señalado, el Perú no habrá perdido la gran oportunidad que se construyó luego del ajuste de los años noventa, luego de las reformas económicas de los años noventa.
En los noventa destruimos el Estado empresario que, con su enorme clientela laboral creaba déficit fiscal y finalmente desataba la hiperinflación. En los noventa desregulamos los mercados, los precios, y establecimos que el Estado cumplía un papel subsidiario frente al sector privado, y se estableció el respeto irrestricto de los contratos y la propia privada. Hoy tenemos que demoler, tenemos que reducir, tenemos que desarrollar un shock contra el Estado burocrático, contra el Estado sobrerregulador, para que la sociedad, el sector privado y los mercados sean los protagonistas principales de la transformación, tal como lo han venido haciendo, a pesar de todos los problemas, en las últimas tres décadas.
Hoy la inversión privada representa el 80% de los ingresos fiscales. Igualmente, a pesar de la informalidad extendida, la inversión privada provee el 80% del empleo. Y según el Banco Mundial, del total de pobreza reducida en las últimas tres décadas –es decir, del 60 % de la población al 20%–, la inversión privada explica el 80% de ese total de pobreza reducida.
La inversión privada, pues, los mercados y el sector empresarial han sido la columna sobre la cual ha resistido el Perú. A pesar de la crisis política, de la crisis institucional, en Perú se ha preservado como una sociedad viable. A pesar de la crisis, el espacio es enorme y gigantesco para la transformación, si es que mantenemos la frágil institucionalidad y tenemos la sagacidad de construir una alternativa electoral viable junto a las grandes reformas que necesita el Perú.
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