La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Diversos medios y analistas comienzan a señalar que el Gobierno de Pedro Castillo y las izquierdas (la comunista y la progresista), ya no da para más. El desgobierno nacional es tan grave que las cosas comienzan a asemejar a los efectos destructivos de una invasión externa y una guerra exterior.
Dos ejemplos que grafican la devastación. Se han cerrado las operaciones de la Refinería La Pampilla, creyendo que se podía armar un circo anticapitalista por el derrame de petróleo de Repsol. Sin embargo, la locura colectivista empieza a emerger como un aterrador iceberg a centímetros de la proa. Pero nadie se atreve a la rectificación, pese a que se ha dicho que La Pampilla abastece el 40% del combustible nacional y el combustible de los transportes aéreo y marítimo (no es suficiente levantar las restricciones por 10 días). Ante la situación, las embajadas de Francia y del reino de Los Países Bajos acaban de enviar una carta al Ejecutivo alertando acerca de que los aviones se quedarían sin combustible.
Otro hecho aterrador es la continuidad del bloqueo de las operaciones de MMG-Las Bambas, una de las diez megaminas más grandes de cobre del mundo, que aporta el 1% del PBI nacional y explica el 75% del PBI de Apurímac.
La discusión sobre el relevo de Castillo de la jefatura de Estado, entonces, no es arbitraria. Surge como una ley física, como la ley de la gravedad que atrae los objetos a la superficie. Sin embargo, un eventual relevo de Castillo de la presidencia, a nuestro entender, no debería significar un acto único, sino el capítulo de un largo proceso, incluso de una gran convergencia nacional.
En este portal se ha sostenido –y se continuará haciéndolo– que el triunfo de Castillo y la aparición del peor gobierno de nuestra historia republicana, no es un asunto arbitrario. Es el resultado directo de la hegemonía ideológica y cultural del progresismo, que se envolvió en el antifujimorismo. Sin estos relatos en las últimas décadas, nadie en su sano juicio se hubiese atrevido a votar por un personaje como Castillo, con todas las limitaciones habidas y por haber.
Por estas razones el relevo de Castillo además de ser una urgencia nacional también debería significar el inicio –al menos– de una voluntad de reformar culturalmente la sociedad para enfrentar los relatos que han encumbrado a uno de los comunismos más ortodoxos del planeta. Sin ese proceso, quizá salgamos de Castillo, pero a la vuelta de la esquina volverá a asomar la amenaza en contra del sistema republicano.
Los relatos progresistas son la única explicación para la actual tragedia nacional. Sobre todo considerando que el Perú, en las últimas décadas, enfrentó el fracaso velasquista y la ofensiva del terrorismo maoísta. ¿Cómo un país que tres décadas atrás derrotó al maoísmo terrorista puede terminar encumbrando a un candidato con vínculos con el Movadef?
Otra de las discusiones que desencadena el hundimiento nacional es la pertinencia de que Castillo renuncie para evitar el choque y el trauma institucional del proceso de vacancia en el Congreso. Una idea que parece acertada y dependerá de la movilización ciudadana.
Sin embargo, a nuestro entender, ya sea en el escenario de la renuncia o de la vacancia de Pedro Castillo, es imposible imaginar la continuidad de este Gobierno a través de la vicepresidente, Dina Boluarte. Si eso sucediera, el relevo de Castillo solo significaría el inicio de un nuevo capítulo de la feroz guerra que destruye al Perú y a la peruanidad. Quizá por ese motivo en el Congreso se acumulan sendas denuncias constitucionales contra Castillo y Boluarte.
Los progresistas, acostumbrados a controlar el Estado sin formar partidos ni menos ganar elecciones, creen que la sociedad es una federación universitaria o un sindicato, e imaginan que volverán a controlar el poder con el relevo de Castillo. Frivolidad e indolencia ante los pobres del Perú.
Por todas estas consideraciones, el relevo de Castillo debe formar parte de un gran acuerdo nacional en el Congreso y fuera del recinto legislativo. Y también del inicio de una reforma cultural alejada de las narrativas progresistas que encumbraron a uno de los comunismos más ortodoxos del planeta. Y es evidente que la forma de este acuerdo debería ser la convocatoria a nuevas elecciones de presidente y vicepresidentes.
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