La comisión de Constitución del Congreso de la R...
El combustible de la ola criminal reside en la impunidad que se generaliza
El asesinato de dos guardias de seguridad y de un director de un colegio de San Juan de Lurigancho nos indica que el desborde social de la criminalidad toca la puerta de todos los peruanos. Los hechos de sangre nos han permitido conocer que en ese populoso distrito de la capital, el crimen organizado cobra cupos a los colegios, a los comerciantes y a las más diversas actividades económicas. La pena por no aceptar el “orden” que pretende imponer la criminalidad es la máxima: la muerte a cargo del “ejecutor”, el sicario.
Semejante relato parece sacado de una película de Chicago de los años treinta, donde los sicilianos imponían un “orden” en la ciudad. Y la presencia del niño convertido en sicario nos evoca la experiencia colombiana. Ante nuestros ojos, pues, el estado se repliega y empieza a surgir “un orden” impuesto por la criminalidad en distritos de Lima y, prácticamente, en toda la región norte.
Ante el desborde de la criminalidad algunos creen que la presencia del Ejército en las calles, el aumento de policías, o el endurecimiento de las penas, es el camino a recorrer. Gravísimo error. El combustible de la ola criminal reside en la impunidad que se generaliza ante el colapso de las instituciones. Semanas atrás, por ejemplo, se conoció de un enfrentamiento entre el despacho de Interior, la Fiscalía y el Poder Judicial. Pocos delincuentes son procesados y encarcelados ante la fragilidad de los atestados policiales o la negligencia de fiscales y jueces. Y los celulares siguen funcionando en los penales para que los capos dirijan y controlen el delito ante la indolencia del INPE y del sector Justicia.
¿Qué hacer en este contexto? Salvando las distancias, quizá una respuesta la encontremos en la manera cómo derrotamos al terrorismo colectivista en los años ochenta. En ese entonces, también las instituciones se habían derrumbado desde los cimientos, sin embargo, la participación ciudadana gestó un movimiento de abajo hacia arriba que le permitió al estado contar con miles de ojos y oídos para identificar y capturar a los mandos terroristas.
Un movimiento desde la base parece estar surgiendo con la movilización del municipio de San Juan de Lurigancho que acaba de declararse en emergencia ante la proliferación de pistoleros en las calles del distrito más poblado del país. Cuando el gobierno local y el regional se ponen a la cabeza de lucha por la seguridad ciudadana se fomenta la participación popular y, de pronto, las comunidades y localidades se transforman en soportes de los serenos y policías, y presionan para que los fiscales y jueces cumplan su labor.
Impulsar una movilización ciudadana en contra de la ola delincuencial no solo es el camino más eficaz para detener al pistolero sino también sienta las bases de la impostergable reforma de la Policía Nacional. Cada cierto tiempo, con cada crisis, el deterioro extremo de la institución policial ingresa a la agenda política y surgen todo tipo de propuestas que nunca llegan a buen puerto.
Bueno, pues, una movilización de abajo hacia arriba de la sociedad contra el desborde criminal puede sentar las bases de nuevas relaciones entre la policía y la comunidad, estableciendo criterios básicos para la reforma policial. Quizá una de las razones de todos los fracasos en reformar el estado y la policía tenga que ver con que siempre se intentó hacerlo de arriba hacia abajo, desde las alturas de los gabinetes, sin considerar la realidad social que siempre es más poderosa que cualquier argumento.
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