A través de la prensa de los Estados Unidos se acaba de...
Desde que el presidente Donald Trump retiró a Estados Unidos del acuerdo sobre misiles que tenía con con Rusia, y luego de que Mijaíl Gorbachov (ex líder de la Unión Soviética), advirtiera de la posibilidad una nueva tensión nuclear en el planeta, en los medios internacionales se ha comenzado a hablar de la posibilidad de una nueva Guerra Fría. Si a estos hechos le sumamos la guerra comercial desatada entre Estados Unidos, China y Europa, hay suficientes motivos para estar atentos a las advertencias.
La Guerra Fría del siglo pasado —que solía desatar alarmas de una conflagración mundial— se desarrolló al lado de una intensa guerra ideológica alrededor de los tópicos capitalismo versus anticapitalismo, de democracia representativa y las fórmulas políticas “participativas” o “directas”. Después de la caída del Muro de Berlín se pensó que había llegado el fin de la historia porque la izquierda mundial —las corrientes marxistas, socialistas y comunistas— archivaron sus programas y plataformas y disolvieron sus partidos. Con el Muro derribado, los marxistas de ayer llegaron a la conclusión de que la estrategia de asalto leninista al poder era inviable, a la luz de los fracasos socialistas del siglo XX.
En este contexto asumieron la estrategia gramsciana (del comunista italiano Antonio Gramsci) que señalaba que el poder no se asaltaba, sino que se construía desde abajo hacia arriba, en base a un bloque hegemónico en la cultura, la sociedad, la ideología y la política. Bajo este horizonte ideológico los marxistas de ayer se lanzaron a desarrollar programas sectoriales anticapitalistas en los temas medio ambientales, en derechos humanos, en asuntos de la ideología de género y de la defensa de los consumidores, entre otros.
Como parte de esta estrategia, sin necesidad de organizar partidos ni ganar elecciones, los sectores marxistas comenzaron a colonizar los organismos internacionales que se habían creado luego de la Segunda Guerra Mundial, y empezaron a influir decisivamente en la media de las democracias occidentales. En los países emergentes —tal como sucede en el Perú— el financiamiento de los proyectos anticapitalistas sectoriales corrió a cargo de los capitalistas de los países desarrollados, extremadamente interesados en evitar la competencia del capitalismo de las sociedades emergentes en los mercados cada vez más globalizados. El caso del cobre peruano y el financiamiento a los sectores antimineros es un ejemplo paradigmático.
En el Perú, los sectores marxistas organizados alrededor de conocidas ONG han ganado, al menos hasta hoy, la guerra ideológica y, sin haber triunfado en una elección, han logrado convertir a la economía peruana —una de las más abiertas del continente— en una de la más sobrerreguladas en la región. Por ejemplo, en el sector minero, según el BCR, los procedimientos exigidos para una inversión minera pasaron de 12 en el 2001 a 261 en la actualidad. ¿De qué le sirve a la economía peruana tener precios y economías desregulados y TLC con 19 países si las sobrerregulaciones convierten en letra muerta los criterios del libre mercado? Bueno pues, allí está el resultado de una guerra ideológica que los defensores de la democracia y el libre mercado no han querido asumir.
En el Perú la guerra ideológica se ha multiplicado a través de una infinidad de ONG que, incluso, han llegado a controlar sectores del sistema de justicia y del sistema electoral, aprovechando la envilecedora polarización fujimorismo versus antifujimorismo. Los resultados ya se notan: una economía que se derrumba en competitividad y productividad, tal como lo registran los rankings mundiales, el deterioro general del clima de negocios y la evidente ralentización del crecimiento y del proceso de reducción de pobreza. Es decir, el escenario perfecto para el discurso antisistema que pretenderá echarle todas las culpas al “modelo neoliberal”. En cualquier caso, estamos advertidos.
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