Algunos días después de la APEC, poco a poco, el Per&uac...
Cuando el viejo Marx planteó que la religión era el opio del pueblo, en realidad, no estaba planteando la abolición de las religiones, sino el reemplazo de una sagrada por otra profana. Y efectivamente, en el siglo XX la experiencia del socialismo soviético y de las corrientes marxistas dejaron en claro que el mundo contemplaba una nueva religión profana, el marxismo y los evangelios del llamado “socialismo científico”, que no se sustentaba en la evolución de siglos de las tradiciones, sino en la planificación racional de un grupo de iluminados que más tarde se convertiría en el partido leninista.
Si bien el hombre es un animal racional, como lo señaló Aristóteles, sin embargo, es un ser que no solo se alimenta de pan, sino de relatos, de narrativas, de fábulas y de leyendas. Quienes comprendieron a cabalidad la naturaleza humana fueron sobre todo los neomarxistas, los neocomunistas que, luego del fracaso soviético, construyeron las narrativas progresistas que hoy son hegemónicas en casi todo Occidente.
En América Latina las fábulas progresistas –como todas las ideologías totalitarias– convirtieron a los liderazgos de la derecha en las bestias negras a demonizar, en la encarnación de todos los males y las tragedias latinoamericanas. Por ejemplo, el general Augusto Pinochet fue satanizado no obstante que el gobierno de Salvador Allende era uno inconstitucional, que albergaba y promovía un brazo armado de milicianos y que alentaba las tomas de tierras y de fábricas en camino hacia una sovietización de Chile. No sostenemos que Pinochet es la representación de lo bueno, pero haber detenido el modelo soviético e implementado las reformas económicas que construyeron la prosperidad en el sur debería alejarlo de las leyendas negras del neocomunismo.
Luego de la muerte de Alberto Fujimori y de los funerales más populares, masivos y nacionales de nuestra historia republicana, todavía los sectores progresistas y neocomunistas pretenden seguir convirtiendo al exmandatario en la representación de todos los avernos. Sin embargo, la pacificación del país y las reformas económicas de los noventa que salvaron al Perú de la desintegración nacional deberían alejarlo de las fábulas de las corrientes neocomunistas. Fujimori tuvo muchos yerros y limitaciones democráticas, pero las transformaciones económicas, las reformas políticas de una parte del Estado, el desarrollo de una política plebeya que revaloró la provincia y los Andes y, sobre todo, la expansión del PBI por cuatro veces y la reducción de pobreza del 60% de la población a 20%, lo convierten en el fundador de una época.
El progresismo y el neocomunismo siempre han pretendido avanzar en su estrategia de colectivización de la economía asociando la economía de mercado y las transformaciones económicas de los noventa con el autoritarismo de un breve interregno del gobierno de Fujimori. De alguna manera la estrategia neocomunista fue exitosa porque hundieron al Perú en una guerra política en donde el antivoto terminó eligiendo a Pedro Castillo en las últimas elecciones nacionales. Igualmente, el mito de Allende, el presidente que intentó sovietizar Chile con la colaboración directa de Fidel Castro, perduró por medio siglo y llevó a la izquierda progresista sureña al poder y desencadenó un momento constituyente absolutamente artificial –nacido de la violencia callejera– que ha terminado paralizando a Chile, el milagro económico y social de los países emergentes.
Por todas estas consideraciones es hora de pelear el relato, la narrativa acerca de las cosas buenas del legado de Fujimori, sobre todo en las reformas económicas y la política plebeya que organizó, desde el caserío y la provincia hacia Lima. No podemos permitir que suceda lo que acaeció a fines del nuevo milenio con el fin del gobierno de Fujimori, cuando el comunismo, el neocomunismo y el progresismo construyeron la fábula acerca de que Fujimori era la suma de todos los infiernos y la fuente de todas las tragedias nacionales (relato muy parecido al de los nazis en contra del pueblo pueblo judío).
Tampoco podemos caer en la pequeñez de evaluar el cambio de época que desató Fujimori por cálculos acerca de si favorecen o no a la estrategia electoral de Fuerza Popular. De ninguna manera. El cambio de época que representan las reformas de los noventa es la gran narrativa que puede sostener el camino del Perú hacia el desarrollo, tal como alguna vez lo hicieron los llamados Tigres de Asia. Una narrativa que ahora es esencialmente democrática y se hermana con la gesta de Javier Milei en Argentina.
Qué nunca más nos ganen el relato. A veces la narrativa lo es todo.
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