Editorial Cultura

Una canción con pocas palabras

Crítica a la película peruana “Canción sin nombre”

Una canción con pocas palabras
  • 20 de enero del 2021

La película Canción sin nombre, ópera prima de la directora peruana Melina León, es un intenso drama ambientado en la problemática Lima de los años ochenta. Fue estrenada en el año 2019, nada menos que en el prestigioso Festival de Cannes; y con ello inició un largo y exitoso recorrido por festivales internacionales, obteniendo premios como el de Mejor Película y Mejor Fotografía en el Festival Internacional de Estocolmo y el Colón de Oro en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, entre otros. Su estreno comercial en nuestro país estaba programado para el 2020, pero llegó la pandemia y ese estreno quedó postergado indefinidamente. Hasta que Netflix decidió incluirla en su catálogo en este mes de enero. Así que los peruanos por fin podemos ver esta película que representará al Perú en los próximos premios Oscar.

Canción sin nombre es la historia de Georgina Condori (interpretada por Pamela Mendoza), una joven provinciana y sumamente pobre que vive en uno de los cerros que rodean a la ciudad de Lima. Embarazada y a punto de dar a luz, y sin dinero para pagar el parto, acude a una clínica clandestina ubicada en el centro de la ciudad (a unas cuadras del Palacio de Gobierno), que ofrece atenderla gratuitamente. Pero en realidad se trataba de una trampa, de una red de tráfico de niños que se queda con la bebé de Georgina. A partir de entonces, sumida en el dolor, ella empezará un largo y difícil peregrinaje en busca de su hija. Al ser una mujer indocumentada, la policía no puede ayudarla, por lo que debe recurrir a un importante diario, donde encargan de la investigación al periodista Pedro Campos (interpretado por Tony Párraga), quien sigue la huella de la red delincuencial hasta la ciudad de Iquitos.  La historia tiene un final “abierto”, que seguramente no dejará satisfechos a quienes espera un desenlace feliz.

El mayor logro de la película es la recreación de la opresiva y violenta Lima de los años ochenta. Y para ello el principal recurso es la fotografía del peruano-chileno Inti Briones: en blanco y negro, y en formato 4:3, similar a las imágenes de los televisores antes de la era del color (es decir, de antes de los años ochenta), efecto enfatizado por un ligero esfumado en los bordes. Es una fotografía con evidentes pretensiones artísticas, con mucho encuadres “remarcados” por su duración, lo que le da a toda la película un ritmo muy lento. También hay que destacar el retrato de un sector muy específico de la población limeña: los migrantes provincianos que viven en las zonas más alejadas de la ciudad, y que están mucho más vinculados con las tradiciones andinas (especialmente con sus festividades y danzas) que con la modernidad urbana. El propio Leo, el esposo de Georgina –ambos se dedican a la venta de papas en un mercado informal–, es un disciplinado danzante de tijeras.

Sin embargo, no todo está bien en Canción sin nombre. Ya hemos mencionado la larga “exposición” de muchas imágenes, que junto a la escasez de diálogos le dan a las secuencias un cierto aspecto de tableau vivant (pintura viviente), más que de narración cinematográfica. La falta de diálogos también explica el escaso desarrollo de los personajes; incluidos Georgina y Pedro, la primera casi limitada a llorar todo el tiempo, y el segundo a formular breves preguntas a sus informantes. Por supuesto, eso se nota mucho más en los personajes secundarios, que no tienen ningún desarrollo. Y con ellos también quedan sin desarrollo las numerosas tramas subalternas, como la de la relación amorosa de Pedro con un actor aficionado.

Algo similar sucede con las propias locaciones, escogidas más por su peculiaridad y “color local” (pobreza, marginalidad) que por su función dentro de la narración. Solo así se explica, por ejemplo, la larga secuencia ambientada en Iquitos: tras un largo recorrido, la única información que obtiene Pedro es que “esa gente es peligrosa”. Y todavía debemos hacer un reparo a más a la película: la “romantización” de los terroristas, algo en lo que siempre han caído las películas peruanas destinadas a festivales internacionales. Si en La boca del lobo (1988) al único terrorista al que se le ve la cara es un retablista ayacuchano, aquí se trata nada menos que de un danzante de tijeras: artistas, personas muy ligadas a la tradición cultural andina y supuestamente incomprendidas por el mundo “oficial” peruano.

A pesar de esas imperfecciones, Canción sin nombre es un muy buen debut cinematográfico para Melina León. Aquí demuestra tener un muy buen manejo de los aspectos plásticos y musicales, esenciales para la creación de ambientes. Esperamos con muchas expectativas sus siguientes películas.

 

 

Este video muestra parte de la secuencia desarrollada en Iquitos. Se comprueba la búsqueda obsesiva de “color local” y la casi total ausencia de diálogos.

 

 

  • 20 de enero del 2021

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