Hugo Neira

Venezuela saudita, o el horror a la vuelta de la esquina

Nos puede ocurrir algo similar

Venezuela saudita, o el horror a la vuelta de la esquina
Hugo Neira
11 de febrero del 2019

 

De ser un país pobre, Venezuela pasó a ser una República petrolera. Desde los años cuarenta del siglo XX, en torno al lago Maracaibo y al pie del litoral caribeño, la proximidad a los Estados Unidos atrajo a grandes refinerías, como la Standard Oil, la Gulf, la Mobil Oil. Varios tiranos, como Juan Vicente Gómez, daban lo que suelen dar a las corporaciones internacionales: beneficios inmensos casi sin impuestos. Pero en 1983, una ley recupera los yacimientos. Es un proceso estupendo, pero mal conocido. Un cuerda tensa entre la política venezolana y las compañías petroleras (Decenios antes de Hugo Chávez). Desde 1974, el Estado democrático en Caracas crea el FIV, el Fondo de Inversiones de Venezuela, y desde entonces la política práctica: “las inversiones en una serie de actividades, aluminio, agroalimentación, cemento, papel, transportes”. El lema que se establece fue “sembrar el petróleo”. Todo esto se sabía en la comunidad científica francesa, lo explica el profesor Lacoste: “el boom petrolero produce un boom demográfico y un boom urbano”. De ahí lo de Venezuela saudita. Una República petrolera con modernización acelerada. Decenios antes de la borrachera ideológica del “socialismo del siglo veintiuno”.

Esa Venezuela, anterior a Chávez, conoce la alternancia de partidos. Además, Venezuela, como lo fue en los años treinta la Argentina, se conviertió en un país que atraía extranjeros. En los inicios de los años ochenta, contaba con tres millones de residentes extranjeros. Y llegaron colombianos y brasileños. Los hubo peruanos. Una generación de estupendos maestros de escuela, de nuestra Cantuta, se fueron del Perú hacia esa Venezuela saudita que invertía en educación. Les fue muy bien, y no volvieron nunca más.

Venezuela pimpante de esos años, que recibía migraciones. ¡Quién lo creyera! El Estado venezolano hizo una reforma agraria que solo un país muy rico puede emprender. Los llanos venezolanos, tan famosos, en realidad estaban despoblados. El Estado democrático los cubre de irrigaciones, rutas, centros de abastecimiento, y llegan de la España pobre del sur, gente del campo andaluz que recibe lotes de tierra con créditos bajos. Un far west caribeño. Y buen sol, buena comida, prosperidad y migración, no nos sorprenda la abundancia de miss Venezuela. En resumen, hubo una nueva agricultura y una nueva industria, con subvenciones públicas. Entre 1960 y 1980, ese país latinoamericano estaba dejando de ser un país del tercer mundo.

Esta es la Venezuela que conocí. Como profesor, como “americanista”, estudié a ese país, tanto como lo hice con México, Argentina y Brasil. Y además, varias veces viajé a Venezuela desde Europa, invitado a coloquios. En uno de ellos, en 1983, que giraba en torno a un aniversario de Simón Bolivar, me crucé con Manuel Ulloa. Eran los años del retorno de Belaunde Terry. Recogía yo una de esas bandejas para el almuerzo, haciendo cola, y de pronto escucho una voz que me dice: “¿Cómo te tratan los franceses?”. Era Ulloa. Abrazos, de esos que se dan los peruanos en el extranjero, y le respondo: “Y a ti como te trata Fernando?” Y me responde: “No escucha. Solo piensa en la Marginal de la Selva”.

¿Qué pasó en Caracas? El modelo económico venezolano se fundaba en la regla de la alternancia de partidos, los Adecos —una suerte de izquierda moderada, como la de Rómulo Betancourt—, y el COPEI, demócratas cristianos. Pues bien, en un momento crítico, ambos fallan. Hubo una crisis del petróleo, el precio bajó bruscamente. Acaso pudo esa crisis ser admitida como un periodo de vacas flacas, pero la inmensa corrupción hizo perder la confianza de los venezolanos. Fallaron las elites.

Retorna al poder Carlos Andrés Pérez, en 1989, y confiadamente impone unos recortes feroces. Era necesario, algo semejante al shock que anuncia Mario Vargas Llosa en su campaña, y que luego lo aplica Fujimori. Pero, en Caracas, el pueblo se rebela. ¿Un presidente corrupto les obliga a apretarse el cinturón?! La respuesta es el “caracazo”. Gigantesco motín popular. Unos 500 muertos, aunque se habla de muchos más. Los partidos que habían conducido a Venezuela a la prosperidad colapsan en las urnas. Tan numerosos como las clases medias, los pobladores de los “cerritos”, ocho millones de venezolanos, esos, los olvidados, votaron por Hugo Chávez. El resto lo conocen.

Nos puede ocurrir algo semejante. Francisco Durand, profesor en Texas, titula uno de sus libros Riqueza económica y pobreza política. Reflexiones sobre las elites del poder en un país inestable. Duele eso de “pobreza política”, pero si eso somos nosotros, el Perú actual, el intitulado se puede aplicar también al desastre venezolano. Las democracias mueren cuando las elites fallan o traicionan. Y surgen de la nada los improvisados, los outsiders, ya nos ha ocurrido.

Ahora bien, en el imaginario peruano, ¿qué va a dejar esa cloacla de repartijas y pendejadas que son Lava Jato y Odebrecht? ¿Qué efectos colaterales en las urnas? Jaime de Althaus dice que los peruanos sufren “de la insatisfacción con la democracia y la nostalgia del padre ausente” (La promesa de la democracia, p. 157). ¿Qué Inkarri, qué mito paternal, se van a inventar? Y el Estado actual, que es apenas gobierno, ¿no está produciendo una suerte de Cataluñas en las regiones?

 

Hugo Neira
11 de febrero del 2019

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