Cecilia Bákula
Sin cultura no hay progreso
Nos han robado el derecho a la identidad
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Si bien la crispación social que vive el país no ha menguado, debemos señalar que hace un mes la situación ha hecho crisis y con radicalidad, a partir de las circunstancias que se han generado en el proceso electoral. Y principalmente porque no parece haber una voluntad de transparencia, de aceptar errores y brindar luz sobre situaciones severamente confusas.
Digo que ha hecho crisis porque lo que hemos vivido en las dos últimas semanas nos permite comprobar que se han presentado, con mucha virulencia y energía tres situaciones: dos grupos de ciudadanos que apoyan a uno y otro grupo, lo que no sería ni novedoso ni especial, salvo por el despertar masivo de una población de centro derecha que ha emergido como una fuerza política dispuesta a dar la lucha. Y eso es positivo porque los ciudadanos deben participar en la vida del país y deben ser escuchados. Lo grave es la presencia de un tercer elemento y es que la propia autoridad, a través de muchos gestos y acciones, va incrementando la desazón en la población, la inseguridad, la visión de ilegalidad y de la aparente decisión de hacer caso omiso a los reclamos ciudadanos respecto a la justa exigencia de transparencia en el proceso electoral.
Es un proceso plagado de casos comprobados de irregularidades en el transcurso mismo de la elección. Se ha puesto al descubierto graves casos de corrupción, tanto en autoridades como en aspirantes a ejercer cargos públicos. El no esclarecer todos y cada uno de esos hechos denunciados, crea y creará mayor percepción de ilegalidad, falta de transparencia, miedo a la verdad y, por qué no decirlo, una obstinación que permite pensar en la existencia de favores, deudas y compromisos que debilitan aún más nuestra frágil y precaria existencia política contemporánea.
Uno de los logros de quienes azuzan y sin duda engañan con medias verdades, es precisamente ese, hacernos creer que el sistema está acabado, que es indispensable un cambio total, que no puede haber futuro sin una transformación desde la simiente. Y que en estos 200 años, nuestra existencia y vida ha sido tan desgraciada, que no puede continuarse por la ruta que se ha tenido hasta ahora. Garrafal falsedad que se quiere convertir en verdad absoluta.
No dudo que hay cambios que hacer y tampoco creo que es cierta la expresión que señala que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero llevar a la población –quizá a la menos instruida o utilizar a los que sí han sido instruidos pero están confundidos– para convencerlos de que la radicalidad en la transformación es la única vía de futuro resulta casi suicida. Nuestro país sí requiere ajustes, pero hay que señalar que mucha de la frustración que podemos sentir los peruanos, no es causada por “el sistema”; es causada, en gran medida, por la casi incontrolable corrupción que ha llevado a que el desarrollo y el progreso resulten esquivos, que las obras de infraestructura no se realicen, que haya una maraña judicial que atrapa y ahoga los procesos legales, que la impunidad se haya apoderado de la administración de justicia. Y que se busque esos supuestos cambios, no en favor de la gran mayoría, sino de una camarilla que, sin aportar mucho, quiere controlar todo.
Cuál podría ser, si no, la razón del comportamiento empecinado de muchos, incluyendo a aquellas instancias de poder que debieran ser objetivas y también el fiel de la balanza. Parecen inexistentes y, en ese caso, se peca no solo de acción, sino de omisión.
Hay, a mi criterio, algo adicional y es que en el discurso político, se percibe un silencio culposo, atrevido e incomprensible respecto al rol que juega la educación y la cultura en el desarrollo de toda sociedad. Nos agotamos en los aspectos mediáticos sin prestar atención a que en este proceso de descomposición social, que es evidente, una de las grandes causas es no haber otorgado un espacio fundamental ni a la cultura ni a la educación. Y de esto son culpables muchísimas personas, que han ido labrando una estructura educativa en donde lo cívico no cabe, la historia no tiene valor, el recuerdo de la propia identidad se considera obsoleto y así como los expertos nos indican que sin una economía sana no hay futuro, yo agrego que sin cultura, ese futuro deseado es una quimera, es más que esquivo, es imposible.
Un país como el nuestro, cuna civilizatoria, no puede dejar al olvido ni su esencia, ni su historia, ni el recuerdo de sus hazañas ni la memoria de sus héroes. Y es en ese contexto de indiferencia que nos acercamos a la fecha fundacional que quiere ser vista solo como una efeméride sin importancia, cuando debemos conocer el pasado para afianzarnos hacia el futuro.
Robarle a la población el conocimiento de sus raíces y de su historia, no obstante las muchas luces y las no pocas sombras, es quitarle parte de su derecho a la identidad, a sentirse parte de un todo, a entender el valor del pasado, la riqueza del conocimiento, el análisis de lo vivido. Es un robo más al alma de los peruanos, que empiezan a manifestar, en muchos aspectos, la tragedia de la ignorancia respecto a la propia historia, ya que se aparecen como parias en un universo que no les ha sido compartido. Y se les ha privado de la valoración de su riqueza singular y de su vida, enlazada en una cadena infinita de hechos y personas.
Grande es el Perú. Grande su historia, grande su pasado y grande ha de ser, por ello, su futuro.
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