Carlos Hakansson
Las formas de Estado sí importan
Deben adecuarse a la geografía, historia y raíces culturales de cada país
La forma de Estado constituye una de las decisiones fundamentales en una comunidad política, y su elección va mucho más allá de una simple votación constituyente. Se trata de diseñar un modelo que permita asentar los principales rasgos del país, evite la desigualdad y promueva el bienestar de todos los territorios.
El preámbulo de la Constitución estadounidense resume esta aspiración al expresar el objetivo de crear una “unión más perfecta”, lo que se reflejó en la transición de una confederación a un sistema federal. La confederación resultó ineficaz durante la Guerra de Independencia, mientras que el federalismo permitió una mejor organización territorial, delegando al gobierno central las decisiones de interés nacional (Estado federal) y reservando a los estados federados la administración local. El modelo no solo facilitó la cohesión, sino que también ofreció un esquema atractivo para la expansión hacia el Oeste, asegurando que los nuevos territorios pudieran integrarse sin perder su identidad, pero compartiendo valores comunes como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, tal como consagró la Declaración de Independencia de 1776.
Las formas constitucionales de gobierno, ya sea un parlamentarismo, presidencialismo o modelo híbrido, deben operar en armonía con la forma de Estado elegida. En los Estados Unidos de América, el presidencialismo ha sido clave para el federalismo, pues contribuye a coordinar el desarrollo territorial en libertad, estableciendo reglas comunes exigibles por el poder judicial en caso de desacato. En el Reino Unido, el sistema de gobierno de asamblea permitió consolidar la unión bajo la Corona, como en el caso de la Commonwealth, y también introdujo flexibilidad política, como se evidenció en el referéndum de 1997 que aprobó la creación de un Parlamento para Escocia.
En Europa, los parlamentarismos continentales han respondido a sus respectivas formas de Estado de maneras diversas. El federalismo alemán, por ejemplo, contrasta con el Estado autonómico español, que podría describirse como un federalismo incompleto y asimétrico. En Francia, aunque el centralismo francés tiene sus raíces en el absolutismo, la transición hacia la república y el semipresidencialismo produjeron una modernización política que buscó superar los problemas del parlamentarismo durante la Tercera y Cuarta República. Si bien la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 fue un hito importante, el cambio de monarquía a república no transformó profundamente el tejido social de inmediato. La consolidación del modelo semipresidencialista en la Quinta República ayudó a estabilizar el sistema político francés, pero alineado con la estructura de un Estado unitario.
En conclusión, definir una forma de Estado adecuada a la geografía, historia y raíces culturales de cada país demanda una forma de gobierno que la complemente y fortalezca, sin que esto la exima de desafíos y pruebas en el tiempo. Esta combinación genera sinergias mutuas, y omitirla en un debate constituyente, especialmente en países pluriculturales, puede llevar a decisiones políticas erráticas, reformas inestables y retrocesos imprudentes.
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