Manuel Gago

La violencia nuestra de cada día

La pobreza, el pretexto para odiar

La violencia nuestra de cada día
Manuel Gago
04 de enero del 2023


Vivía en la periferia de la ciudad de Huancayo, cerca a un plantío de maíz. Un día, para acortar el paso, crucé por sus linderos. De pronto, siendo adolescente, una mujer me atacó sin piedad: a muy corta distancia me lanzaba piedras. Años después, en la Universidad del Centro, fui obligado a correr para que una turba comunista no me acorralara. La primera piedra dio en el parietal derecho y la segunda alcanzó una ceja. Sendero Luminoso todavía no se había instalado en la universidad, para desde allí, controlar la ciudad y la región.

La violencia impregnada en el alma de ciertos pobladores ha sido, es y será utilizada por dirigencias violentistas con propósitos políticos y mafiosos. ¿Cómo explicar tanta furia desatada? Tal vez, una explicación es la desarrollada en la Enciclopedia Departamental de Junín (1973), del historiador cajamarquino Waldemar Espinoza. Señala que, antes del incanato, 200 reinos autónomos convivían en los Andes, “teniendo una intensa vida internacional y practicando el comercio con los reinos vecinos”. Con la llegada de los incas, “en cada reino o curacazgo sometido se instalaron el control político y castrense”. 

Fueron los curacas los encargados del control, nombrados por su manifiesta fidelidad al conquistador. Hasta fines del siglo XVI, 3,000 huancas seguían reubicados o trasplantados en Pocona (Bolivia). Los pobladores “se mantuvieron callados por pavor al Cuzco”. Obedientes por temor, “acosados por espías y funcionarios del Cuzco, ardían de rencor contra sus opresores”. La humillación esperaba el momento para cobrarse el daño provocado. “El imperio no había podido crear conciencia de una sola patria, de una sola nación”. Permanecía latente la promesa de liberación del dios Wiracocha. La agobiante vida diaria estaba sometida a “represalias crueles y hasta inhumanas”, y llegó a su límite con la llegada del conquistador español.

Los descendientes de los 200 reinos competían por ofrecerle apoyo a Francisco Pizarro, político astuto que aprovechó la furia de los conquistados. Mediante alianzas recibió techo, alimento, armas y doncellas. La caída del imperio cusqueño no fue debida a la audacia de un pequeño ejército sino a los odios y rencores acumulados de la gente. La conquista –como en el caso mexicano– fue la liberación de los oprimidos. Según Espinoza, posteriormente “la independencia significó el comienzo de la dominación y la dependencia para los huancas. Para ellos su verdadera libertad fue conseguida en 1532 cuando rompieron el yugo que los ataba al Cusco”. 

El senderismo, de antes y de ahora, manipula esos “siglos de opresión”. Exaltando las más bajas pasiones, reviven heridas históricas y de un pasado reciente. Nunca antes se vio tiros de gracia en la sien, torturas, cuerpos de personas fallecidas dinamitados, destrucción de fábricas y minas, y “juicios populares”; como los narrados por Ernest Hemingway en Por quién doblan las campanas. El escritor relata un conmovedor “ajusticiamiento” ocurrido durante la guerra civil española. Azuzados por los republicanos, los pobladores embriagados empujaron al abismo a los ricos del lugar. Recuperados de la borrachera, se dieron cuenta de que habían asesinado al médico, al farmacéutico, al proveedor de insumos, todos amigos y vecinos muy cercanos. 

Ese mismo ensañamiento ocurrió en los juicios populares en los poblados asaltados por el senderismo. Los canallas –porque siempre hay uno– resolvían así sus disputas por terrenos, casas, ganado, matrimonios fallidos e infidelidades. Acusaban a su contrincante delante de todos, en la plaza pública. Un suplicio demoníaco era el corolario de la maldad irreprensible. 

¿Qué hacer? Contra el vandalismo, insurrección e intento de separatismo, acudir a la ley y la Constitución, acompañados de una ardua y sostenida recuperación nacional que nos lleve al Perú de mediados del siglo XV, de aquellos pueblos que llevaban una vida comercial bastante intensa, conviviendo de manera autónoma y pacífica. 

La pobreza, claramente, no es la causa de la violencia; es la excusa divisionista de unos cuantos ideologizados que se han propuesto asaltar el Estado para vivir de él a pierna suelta.

Manuel Gago
04 de enero del 2023

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