Cecilia Bákula
La muerte en tiempos de coronavirus
Sin la ayuda de la fe y la liturgia adecuada

La “hermana muerte”, como acostumbraba llamarla el gran San Francisco de Asís, es sin duda una compañera de camino, una presencia permanente que, en algún momento, se pone delante de nosotros y asume la conducción final. Quizá es por eso que el propio santo señalaba: “Yo no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él que me siento tan feliz para vivir, como para morir.”
En estos tiempos, la muerte no se nos hace ver como un momento en el que se abre nuestra existencia a un mundo nuevo, a una realidad hermosa y eterna; se nos muestra como un fracaso, como el fin de todo, como si fuera un momento que, por su gravedad, llega para poner fin a todo: los planes, la familia, los sueños. Por ello mismo, la muerte requiere también de un ritual al que estamos acostumbrados, y que se convierte en un conjunto de actos protocolares, religiosos y sociales, que buscan cerrar una etapa con algunas formas externas que ayudan al adiós y a la pérdida.
Pienso en tantos compatriotas y ciudadanos que están muriendo sin que sus familias puedan tener el consuelo de esos ritos tan asentados en nuestra tradición; sin poder recurrir a la ayuda de la fe y la liturgia adecuada, al rito religioso, a ese proceso necesario para la despedida, y todo ello en una soledad y confinamiento que hace más desgarrador el dolor. Cumplir con esas formalidades rituales no es solo un conjunto de acciones por el hecho de llevarlas a cabo; es de alguna manera, “cumplir” con el difunto y hacer algo más digna la muerte y menor el dolor para los deudos.
Hoy el Covid-19 nos arranca a personas queridas, nos las arrebata de las manos sin la posibilidad de cumplir con esos rituales que, si bien no devuelven la vida, pueden paliar en algo los sentimientos de cada deudo. Los protocolos son muy estrictos y hay que seguirlos, pero nos preguntamos: ¿Por qué hemos llegado a esto? ¿Por qué se incrementan los casos de fallecidos? ¿Cómo responde el Gobierno por su inacción e incapacidad para atender a sus ciudadanos y la pusilanimidad ante el dolor de tantos y tantos? ¿Cómo puede sentirse un deudo ante la falta de respeto que significa ver el cuerpo de su ser querido tratado como un “bulto”, asumido como una cifra?
Hay responsabilidad ética en todo esto. Y hay dolores que quedan grabados en el alma de quienes no pueden cumplir con todas las etapas del ritual, y que viven un duelo en condiciones de mayor dolor, con sentimientos de frustración e impotencia por no poder realizar los actos de sepelio y no brindárselos a quien ha fallecido.
Si bien sabemos que la muerte llegará y que, por lo general, no avisa, en estos tiempos de aislamiento y de tantos fallecidos por falta de atención y servicios hospitalarios, todo se hace más dramático y más triste. No queda espacio para compartir de cerca el dolor; por el Covid-19 –y una situación de grandes carencias y desatención, falta de respeto y de empatía– se nos ha arranchado también las formas de vivir el duelo. Y que no nos digan que no hay responsables, que no nos digan que solo se debe resistir y soportar. El sentimiento de la pérdida se agrava por las medidas a las que los deudos deben someterse; por saber que el fallecido es, para muchos, solo un número, parte de una estadística que lamentablemente no nos acerca a la esperanza de un pronto final de lo que vive el país.
Y en esas circunstancias, los auxilios de la religión, el soporte espiritual y el acompañamiento con los rituales propios de la fe también vienen siendo negados, tanto a los moribundos como a los familiares. ¿Es que hemos perdido el sentido de la compasión? ¿Es que hemos llegado a pensar que el dolor no debe ser procesado con ayuda y acompañado? ¿Es que creemos que la liturgia, la fe y la oración han dejado de existir o de ser indispensables?
Esta pandemia pudo y debió ser manejada con mucha más eficiencia, transparencia, honradez, diligencia y oportunidad. Y si ya nuestra sociedad está seriamente afectada por sus costos altísimos, de los que seguramente recibimos solo cifras maquilladas, no llegamos a imaginar cuántas personas quedarán, además, heridas en el alma, afectadas por el dolor y por el sentimiento de que no se hizo ni siquiera lo mínimo por su gente fallecida. Este es un costo moral que no es cuantificable, pero que existe y tendrá que ser asumido como parte de la pesada mochila de responsabilidad que ya pesa sobre los hombros del gobierno. Si se permitiera siquiera la asistencia espiritual y religiosa, podría paliarse un poco el sufrimiento, pero eso también está negado.
El Covid-19 nos roba vidas, atemoriza a las personas y afecta la salud. Pero es el Gobierno el que nos quiebra la esperanza y destruye el futuro, aniquila a los pequeños y medianos empresarios, exige respuestas a iniciativas que no son aplicables, multiplica normas y protocolos. Nada de eso evita que haya un sentimiento general de desesperanza y confusión, pues no vemos un atrevido y audaz liderazgo que conduzca con firmeza al país hacia la salida de un túnel que, no solo sigue siendo oscuro, sino que está lleno de trampas.
La muerte de un ser querido es muy dura. En tiempos de Covid-19, es desgarradora.
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