Jorge Morelli
La definición misma de la tragedia
El Congreso se lanzó al pantano donde hoy nos hallamos
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Todos sabíamos cómo podía terminar esto. En el primer acto, el Congreso había ganado la batalla del adelanto de las elecciones, pero olvidó hacer un alto para hablar al país sobre esa victoria democrática. En lugar de eso, cayó en la trampa. En su fuga hacia adelante, el Gobierno presentó al Congreso una cuestión de confianza sobre la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional. El Congreso pudo y debió votarla y aprobarla de inmediato. Habría evitado el desenlace. Pero prefirió ir a la elección. Pasó sin transición intermediaria de exigir el retroceso en el adelanto de elecciones —que era fundamental para la democracia— a exigir la elección de los nuevos jueces del TC, -cuya oportunidad no era vital para la democracia.
La batalla había terminado ya. Pero ante el trapo rojo de la cuestión de confianza, el Congreso se lanzó ciegamente al pantano. Aprobó la cuestión de confianza luego de lograr elegir a un solo magistrado. No hubo votos para más. Pero ese fue el pretexto que el gobierno esperaba. Avisado estaba el Congreso, hay que decirlo. Un distinguido jurista, hermano de un magistrado del TC, había advertido el día anterior que si el Parlamento no consideraba en primer lugar la cuestión de confianza, el gobierno la daría por rechazada y disolvería el Congreso. El propio Vizcarra reiteró, en una entrevista, que consideraría como un rechazo de la confianza que el Congreso procediera de esa manera. El gobierno solo buscaba ya el pretexto para disolver el Congreso. E, involuntariamente, el Congreso se lo alcanzó.
El segundo acto no es sino es el desenlace de lo anterior. Para cuando Vizcarra llegó en su mensaje al anuncio de la disolución, el Congreso ya había aprobado la confianza. Lo sabe todo el país, porque lo vio en la pantalla dividida entre Palacio y el Congreso. Fue evidente para todos que había desaparecido la causal constitucional para la disolución. Pero el gobierno ya tenía su pretexto y siguió adelante.
El Congreso tenía que desconocer esa disolución inconstitucional. Y procuró a continuación la vacancia de la Presidencia por segunda vez en el quinquenio. Terminó suspendiéndolo temporalmente con 86 votos, porque —nuevamente, hay que decir las cosas como son— no había 87 votos para declarar la vacancia. Y procedió a juramentar a su sucesora.
En el tercer acto, ante la bicefalía de facto, ocurrió lo que tenía que suceder: las Fuerzas Armadas, no el Estado de derecho, terminaron dirimiendo la diferencia mediante un comunicado. Sin equilibrio de poderes, nuestra democracia de baja gobernabilidad falló en arbitrar por el derecho una situación de hecho presentada muchas veces antes. Una vez más falló en eludir la tragedia repetida desde hace décadas y por todos anticipada.
Una lección es que el Congreso debió aprobar la confianza e ir directamente al debate de las modificaciones al Tribunal Constitucional. Y no solo respecto de la mecánica para elegir a sus miembros, que es lo de menos, sino para retomar las abandonadas reformas del sistema de gobierno y rediseñar el equilibrio de poderes, retornando a la bicameralidad. De esta manera se podría balancear también el poder absoluto del Tribunal Constitucional mediante el Senado en el Congreso.
Pero ante el trapo rojo de la cuestión de confianza, el Congreso se lanzó al pantano donde hoy nos hallamos una vez más. Hoy, de pronto, los peruanos nos despertamos para descubrirnos nuevamente flotando en la irrealidad, con un presidente vacado por el Congreso y convocando a elecciones para cambiar al Legislativo en cuatro meses.
Se puede evitar todavía el cuarto y último acto de la tragedia. Pero hay que entender que las guerras se pierden por luchar contra el enemigo equivocado. Es el caos institucional lo que favorece al verdadero enemigo que toca las puertas, que obedece al Foro de Sao Paulo, a Caracas y a La Habana y opera a través de Evo y sus aliados locales, que busca apoderarse —ahora que pierde el control del petróleo de Venezuela— de los recursos del Perú para el siglo XXI —el cobre, el litio, el agua— propiciando el levantamiento del sur para capturar el poder.
Pero cambiar el curso de la tragedia requiere un supremo acto de conciencia. Las tragedias ocurren a pesar de todos los esfuerzos para impedir el desenlace que todos conocen desde el principio. Esa es la definición misma de la tragedia.
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