Carlos Rivera
La belleza del dolor
La trágica vida y muerte de Lucha Reyes
La divinidad de su voz pagó el caro precio de un dolor a cuestas. La tragedia de una vida sin colores ni risitas que la dulcifiquen. Su existencia solo tuvo matices de desahogo ante un micrófono, una tarima, o el auditorio repleto de aplausos festejando la performance de su arte. La voz maravillosa de su alma doliente jamás pudo aplacar los perpetuos escondrijos de su desesperanza. Cantaba y danzaba con la muerte hasta que esta se apartaba y le otorgaba un tiempo ventajoso. Pero siempre le dejaba su mensaje. Porque su voz llorona, triste y sublime no inspiraba el desgarro (esa forma de acuchillase la yugular sin clemencia) sino la melancolía (esa forma de morirse de a poquitos). Morir era una forma de vivir. Cantar era una manera de olvidarse de ella misma, es decir, del dolor. No me toquen ese vals.
Te estoy buscando, porque mis labios extrañan tus besos de fuego.
Lucila Justina Sarcines Reyes nació un 19 de julio de 1936 en la humildad de la Calle Aromito, (hoy Jirón Sechura) en el populoso distrito del Rímac de Lima. Hija de don Tobías Sarcines y de Lucila Reyes, una dama dedicada a ganarse la vida lavando ropa. La pareja tuvo quince hijos. El padre muere cuando ella contaba con 6 años y su madre inicia otra relación con un tipo violento. Desde la infancia soportó aquella afinidad con el suplicio que nunca la dejaría. Luego, la familia se muda a Barrios Altos, aquella catedral del criollismo cuna de Felipe Pinglo Alva, Samuel Joya, Pedro Espinel entre otros grandes del género. Pero las privaciones no se detienen. Ingresa a estudiar al Convento de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor a cargo de Religiosas Franciscanas quienes velan por su educación. Aprendió desde muy pequeña a conquistar el canto para olvidarse del infortunio. La música ya era lo suyo y a los 14 años fue al programa de Radio Victoria “El sentir de los barrios” debutando con un vals de Sixto Carrera, “Abandonada”.
A mi blanca cometa hasta el azul del cielo
allá donde se ha ido, mi adorada mamá.
No ven que hay una carta, prendida en mi juguete,
perdónenme si en ella yo quise preguntar.
A los 16 años, quiso inventarse un destino lejano a los golpes, se enamoró, quiso un hombre que la comprendiera. Contrae matrimonio con el sargento de la Guardia Civil, Jorge Henry Pesquero, quien —al igual que el segundo compromiso de su progenitora— martiriza a “La morena de oro del Perú”. No puede desligarse de esa herencia trágica. Fueron años de amargura y poco amor. Después, inicia otra relación, pero, tampoco, parecía otorgarle paz. En 1952 concibe a su hijo Humberto Cueto Sarcines y un año después a Alejandro Cueto Sarcines. Las leyendas urbanas dan cuenta de una hija que sus biógrafos aún no logran dar registro. Prosperaba su arte y el reconocimiento; las enfermedades empiezan a cobrarle factura: seguramente las penurias alimenticias de la infancia no le brindaban una fortaleza nutritiva para sortear las enfermedades. Aparecen la diabetes y otros males que la obligan en 1959 a internarse por un año en el hospital Hipólito Unanue.
Actuando en 1960 en el “Teatro Pizarro” de Barrios Altos, Gonzalo Pizarro, un brillante descubridor de talentos, la ve emocionado y la lleva donde Augusto Ferrando, quien percibe su potencial y la invita a formar parte de la famosa Peña Ferrando. Luego vienen los discos grabados, el programa propio y la fama que le brindan un minúsculo reposo. Sigue cantando y en su voz cualquier vals se inmortaliza: “Mi desdén”, “Tú me acusas”, “Regresa”, “Tu voz”, “José Antonio” y “Qué importa”.
Un año antes de su deceso el médico que la atendía, Eduardo Zuleta, la conmina a reposar de su ajetreada agenda de conciertos y asumir sus tratamientos. La vuelven a hospitalizar. Ya presiente su final, busca entonces el epitafio musical que pueda gritar con todo el arrebato de su garganta. Entre los padecimientos que la devastaban, su problema con la visión, su flaco cuerpo, visita al compositor Pedro Pacheco en su casa, y al contarle que su fin era inminente, le demanda que le compusiera un vals de despedida. Esa música debía ser el sollozo del adiós, y así nació —a exigencia de la cantante—, “Mi última canción”. En agosto ya su estado es lamentable, la movilizan en una silla de ruedas. El 28 de octubre aparece con gafas negras y muy débil en el homenaje que le rinde a la procesión del Señor de los Milagros. La Morena de Oro y el Cristo moreno cara a cara.
Una mañana fue invitada a la Sociedad Peruana de Actores para celebrar el Día de la Canción Criolla. En el auto, donde iba acompañada por Ausberto Mendoza, su último compromiso (además de ser un gran guitarrista), empezó a sentirse mal y la llevaron rápidamente a la Clínica Internacional. Los galenos solo pudieron certificar su muerte por un fulminante infarto. Cuenta Ausberto que esa mañana amaneció glamorosa y lisurienta y dijo: “Me voy a poner este vestido rojo, porque yo soy bien peruana, carajo” saliendo dispuesta a celebraciones mayores.
El 1 de noviembre fue trasladado el féretro de la Clínica Internacional a la Iglesia San Francisco. Una tumultuosa y triste caravana de gente coreaban sus canciones acompañando el cortejo hasta el cementerio El Ángel. Las notas periodísticas de aquellos años nos dicen que fueron 30,000 almas. En el camposanto se hizo presente un edecán del presidente Juan Velasco Alvarado, músicos, artistas, fanáticos la despedían. En las emisoras repetían sus canciones. Lima entera la lloraba. En la capilla del cementerio pronunciaron las oraciones fúnebres Juan de Dios Rojas, por el Sindicato de Intérpretes, y Justo Alvarado, presidente del Club Social Musical “El sentir de los barrios”. Mientras introducían el cajón en el nicho la multitud no dejaba de cantar, los criollos afligidos bordoneaban sus guitarras en fatal intento de escaparse del acto de haberla perdido. La morena de oro del Perú se fue a los 37 años dejando el recuerdo de una portentosa voz y que hasta hoy solo encuentra baratas imitadoras.
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