Oscar Schiappa-Pietra

Forjemos una cultura de responsabilidad

Basada en un consenso cívico y ético

Forjemos una cultura de responsabilidad
Oscar Schiappa-Pietra
30 de noviembre del 2018

 

El Índice de Competitividad Global 2018 y el Informe Latinobarómetro 2017, ambos recientemente publicados, coinciden en identificar la paradójica disparidad que enfrenta nuestro país entre su desarrollo económico y el institucional. Los indicadores macroeconómicos son comparativamente positivos, pero no encuentran traducción —en algunos casos lo que las estadísticas evidencian es, por el contrario, una regresión— en el ámbito del desarrollo institucional. Las estadísticas de ambos reportes meramente confirman lo que cotidianamente experimentamos todos los peruanos. Y la crisis política actual lo ratifica.

Variados factores concurren para explicar esta paradoja. Y se hace urgente concertar voluntades para transformar nuestra episódica prosperidad material en un orden democrático basado en un Estado de derecho legítimo, eficaz, equitativo y sostenible.

El concepto de instituciones es amplio: se refiere a las entidades y a las normas que rigen el funcionamiento del Estado y de la sociedad, tanto las que tienen existencia formal cuanto las informales. Douglas North define las normas informales como los valores y códigos de conducta culturalmente establecidos. La arquitectura institucional de una sociedad está forjada por variados elementos, articulados por premisas esenciales, como la obligatoriedad de las leyes, la igualdad de todos ante ellas, y la correlación entre derechos y deberes. La irresponsabilidad de gobernantes y de ciudadanos erosiona las premisas sobre las que están fundados el Estado de derecho y la gobernanza democrática.

Este es un nudo gordiano para revertir la actual situación de subdesarrollo institucional que afecta a nuestro país: son características medulares de una democracia madura que las personas se comporten habitualmente respetando los derechos del prójimo, y que se cuente con mecanismos eficaces para sancionar y reparar las transgresiones. Los jueces están llamados, a través de sus decisiones, a establecer una arquitectura de incentivos que encarezca significativamente las conductas infractoras y estimule las cumplidoras; esto coadyuva a generar una cultura cívica comprometida con el Estado de derecho. De allí la urgencia suprema de reformar el sistema judicial, tarea a la que se ha abocado con elogioso celo el Gobierno del presidente Vizcarra.

En la experiencia internacional comparada, hay algunas sociedades caracterizadas por la alta densidad de capital social, en las cuales la sanción social cumple eficazmente la función de ser instancia primaria de punición para los transgresores. En muchas otras, la primacía controladora recae en las instancias policiales, judiciales y administrativas. En el Perú, penosamente, predominan altos niveles de tolerancia frente a las transgresiones legales y al irrespeto de los derechos de otros. Y ante ello, las instancias estatales se muestran incapaces o hasta cómplices.

La corrupción y falta de profesionalismo en las instancias policiales, judiciales y administrativas son particularmente ostensibles, y generan muy intensas y diversas consecuencias negativas sobre la convivencia social. La incapacidad del Estado, a través de estas instancias, para arbitrar las relaciones sociales e imponer un adecuado equilibrio entre derechos y deberes, genera altos costos —económicos, de oportunidad, relacionales, de calidad de vida, de inequidad, etc.— sobre los ciudadanos. Aún más, esto crea una estructura de incentivos perversos, en virtud de la cual las transgresiones a la ley o el atropello a los derechos de los demás quedan impunes, o cuestan demasiado barato, y merced a ello se siembra profusamente la cultura de la irresponsabilidad.

Revertir esto es una tarea ya largamente postergada. Solo se logrará cumplirla si forjamos un consenso ciudadano basado en la indignación cívica y constructiva de todos.

 

Oscar Schiappa-Pietra
30 de noviembre del 2018

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