Miguel A. Rodriguez Mackay
Estados Unidos, el último hegemón
Domina el mundo desde hace un siglo

Si existe realmente una gran preocupación de Estados Unidos en el mundo de las relaciones internacionales, que es la ciencia del poder planetario, es perder su calidad de súper hegemón en el globo. Le costó mucho al país del denominado "destino manifiesto", erigirse como la mayor potencia en la sociedad internacional cuando desplazó a Inglaterra (Reino Unido), la nación más relevante del siglo XIX, cuya marca en esa centuria fue indiscutiblemente dominada por la entonces Era Victoriana, que llegó hasta el instante final de la existencia de la otrora reina inglesa en 1901.
El epitafio de la Primera Guerra Mundial (1914-1919), encumbró a Washington –hasta ese momento dedicado a la venta de armas en el mundo–, cuyo protagonismo quedó plasmado en la política internacional por el Tratado de Versalles de 1919, hecho a la medida del presidente Woodrow Wilson (1913-1921). Desde entonces, Estados Unidos se convirtió en el país dominante del sistema internacional, y su marco de influencia no tuvo límites.
Cuando se produjo la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), el orbe tuvo que experimentar una segunda conflagración europea, principalmente, y su final fue la circunstancia política que terminó afianzando el poder de la Casa Blanca en el planeta. Washington consiguió afirmar su hegemonía en el globo luego de la Conferencia de Yalta en febrero de 1945. En el antiguo palacio imperial de Livadia –en Yalta, Crimea, anexada por Rusia hace pocos años–,se reunieron los líderes de las potencias vencedoras de la guerra de 1939; esto es, Iósif Stalin (Unión Soviética), Winston Churchill (Reino Unido) y Franklin D. Roosevelt (Estados Unidos).
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), creada por la histórica Carta de San Francisco, luego de la guerra, y su sede física ubicada en la ciudad de Nueva York, mostró el enorme poder que había conseguido Estados Unidos en el mundo. Un poder que mantuvo en adelante, y más allá de la etapa de la Guerra Fría, que llegó hasta 1989, en que se produjo la caída del Muro de Berlín; o si se prefiere en 1991, el inexorable desmembramiento de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, dando paso a la aparición de la Federación de Rusia (que no fue otra cosa que la compleja consecuencia geopolítica para una unidad fundada en una construcción ideológica insostenible en el mundo como pasó al comunismo).
En ese momento, Washington vivió en la política internacional el éxtasis del mundo unipolar. Es decir, constituida en la única superpotencia global, sin que haya una sola nación en el mundo que pudiera contar con sus características del dominio del poder universal.
Esta condición solamente duraría un poco más de una década, porque luego sobrevino el mayor atentado que haya remecido al cimiento pétreo de este país, considerado la nación más segura del planeta. O si se prefiere, el Estado más invulnerable del globo, sobre el cual era prácticamente imposible creer que podría verse envuelto en un proceso de debilitamiento por el impacto que significó el atentado terrorista en las Torres Gemelas y en el Pentágono, el 11 de setiembre de 2001 –en pocos días recordaremos sus 20 años–por el pavor que produjo a la sociedad internacional.
En efecto, ese día cambió la historia para la sociedad estadounidense. Y su clase política debió tomar nota del cambio cualitativo que había producido el ataque de Al Qaeda con Osama Bin Laden a la cabeza. Aquel cruento episodio fue el primer gran punto de quiebre para la hegemonía mundial de Estados Unidos. Y sus mayores teóricos, espantados por el suceso, no salían de su asombro, debiendo sumergirse en las universidades estadounidenses en busca de explicaciones para el nuevo contexto que se estaba produciendo para el país y para el mundo.
Era evidente de que el atentado terrorista había creado las condiciones para la construcción de nuevos enfoques en la ciencia de las relaciones internacionales en que los nuevos surgidos,habían comenzado a ganarle terreno al país más poderoso de la Tierra. Desde ese instante, Estados Unidos recurrió a muchos mecanismos internacionales para afianzar su poder e hizo del derecho internacional, el derecho de sus objetivos, hasta llevando adelante, sin legitimación mundial por supuesto, la denominada guerra preventiva, con la cual cruzó los océanos en la idea de hacer prevalecer su poder mundial, seriamente dañado por un impensado orden no convencional, como era el terrorismo internacional.
Desde entonces, a Washington le ha tocado la experiencia del denominado orden internacional fundado en un sistema multipolar que por supuesto, jamás le ha gustad;y que en su longevidad, el gurú de la diplomacia estadounidense, Henry Kissinger, no ha podido evadir. Queriendo salir de ese ostracismo, la llegada al poder de Donad Trump en 2017, significó para muchos de los teóricos estadounidenses, la oportunidad para que el país pudiera recuperarse y dominar en el globo en solitario. Nadie previó la pandemia del Covid-19, y con el mayor número de muertos y contagiados por la enfermedad, esta circunstancia global, también se trajo abajo al propio presidente republicano, que perdió la reelección. Y con él a su pretensión global por el denominado proteccionismo, que comenzaba a darle resultados.
La configuración mundial de un mundo definidamente multipolar, en consecuencia, ha sido demasiado para Washington. Y su reciente retirada de Afganistán, con un marco de inevitable percepción mundial de derrota, ha confirmado el mundo multipolar que, otra vez, sus mayores pensadores querían evitar a cualquier precio. El atentado del 11-S, la pandemia del Covid-19 y ahora el retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán, entonces, acaban de producir al país más poderoso del planeta, una complejidad mayor de la esperada.
En la política internacional el hegemón no solo debe contar con el poder que le da el estatus planetario que lo advierte, volviéndolo respetablemente temido, sino también visibilizarlo, mostrarlo. A Estados Unidos le está tocando una etapa de su vida internacional muy difícil, porque los nuevos actores mundiales de relevancia –como es el caso de China e India y el reposicionamiento de Rusia– juegan en sentido adverso a sus objetivos en el mundo.
No hay nada ni nadie en el globo que pueda ir en contra del sentido cíclico de las relaciones internacionales, que solo confirma que el poder mundial es temporal. Es verdad que nada está determinado para que se produzca el cambio de hegemonías, pero en lo inmediato no hay nada que configure científicamente una prospectiva en sentido contrario.
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