Raúl Mendoza Cánepa
El surgimiento de los polos
La izquierda y la derecha se radicalizan en el Perú

El Perú está polarizado en dos bandos: derecha e izquierda. La inclinación inicial hacia Pedro Castillo fue de alrededor de 15% de votos emitidos en la primera vuelta. Keiko Fujimori obtuvo el 10% de los votos emitidos. Los dos suman teóricamente 25% de la votación nacional, sin blancos ni viciados. Ambos deben saber que el 46% que obtienen en la segunda vuelta no se los deben a sus seguidores sino al miedo y al odio. Así, el 30% adicional que Castillo obtiene es en principio de aquellos que no quieren al fujimorismo o a la derecha capitalina. En el mismo caso, el 36% que Fujimori suma es de un grueso de ciudadanos que está aterrado frente a la posibilidad del comunismo. Cuando nos referimos a dos candidatos en disputa, nos referimos también a dos posiciones sin nombre propio.
¿Qué podría ocurrir en esta suerte de bipolaridad de guerra fría sesentera? Por un lado, la radicalización de la izquierda y por el otro una corrida al extremo de la derecha. La razón se suele abandonar por sentimientos atávicos, los de una mitad de la población que rechaza ser sometida al totalitarismo comunista y los de otra mitad que cree que el Perú se compone de dos territorios irreconciliables. Y es entonces que invade la mente de no pocos el viejo principio de libre determinación de los pueblos. Incluso, la Rusia de Lenin hizo suyo el principio, lo que devino en la independencia de Finlandia tras una guerra civil entre derecha e izquierdas –radical y progre–, apoyadas por los bolcheviques y ganada por la derecha. Desde luego nadie debe reclamar una división territorial que robe a nuestra identidad, ya reducida en siglos, sino el respeto a la voluntad de la mitad de la población en una elección final que no fue por nombres sino por posiciones. De un lado, si la izquierda lograse el gobierno, no tiene legitimidad suficiente para imponer un modelo absolutamente rechazado por el 46% de los electores. No hay ideario absoluto en una democracia. Si fuera el fujimorismo el que, tras los resultados, obtuviera el poder, no puede ignorar los históricos reclamos sociales y la reivindicación frente a los anticuerpos que se crearon en los noventa.
Hasta allí se entiende que no hay legitimidad para una posición extrema. Sin embargo, lo que conviene resaltar es que este tipo de escenarios no colabora con la razón. Cuando una izquierda se radicaliza, se forma una derecha que se radicaliza. Acción-reacción, al punto que el liberalismo o la socialdemocracia tienden hacia un lado de la balanza. No sorprendería que, si no se suavizan las ideas, surja una nueva derecha, más enraizada doctrinariamente, rabiosamente anticomunista y anticaviar (este último grupo, enquistado veinte años en el tramado institucional); una derecha con proyección real de poder en un momento pendular de nuestra historia. El liberalismo, tan tenue y equilibrado, tiende a ser solo un juego intelectual que se diluye y deforma en las grandes crisis.
Ese es el escenario real y posible en un país en el que la elección final debió definirse entre López Aliaga y De Soto u otro, conforme a las proyecciones. Los resultados iniciales, que dan para la duda, dieron también para una final fatalmente deseable en ambos lados, la lid de los supuestos “únicos” a los que cualquiera podía vencer.
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