Silvana Pareja
El Perú al filo de la navaja
Apostar por la estabilidad política como condición para cualquier solución

El Perú vuelve a vivir una etapa de incertidumbre y tensión. La delincuencia se ha convertido en un flagelo cotidiano, los paros y movilizaciones resurgen con fuerza en distintas regiones, y los discursos radicales ganan terreno en medio del cansancio social. Todo esto ocurre mientras el calendario avanza hacia las elecciones del 2026, en un clima donde la frustración ciudadana se convierte en el combustible perfecto para el populismo.
La indignación del pueblo es comprensible: la corrupción, la inseguridad y la falta de oportunidades han minado la confianza en las instituciones. Sin embargo, lo preocupante es cómo diversos grupos políticos intentan manipular ese malestar para regresar al poder por la puerta falsa. En lugar de construir soluciones, buscan incendiar el país, sabiendo que el caos siempre beneficia a los que viven del desgobierno. Se presentan como defensores del pueblo, pero su verdadero interés es desestabilizar y destruir lo poco que aún funciona.
Cada quiebre político, cada caída anticipada de un gobierno, deja cicatrices profundas: paraliza inversiones, destruye empleos y genera un clima de inestabilidad del que solo se benefician los oportunistas.
El Perú necesita recuperar el sentido de continuidad y orden. No se trata de defender a ningún líder, sino de defender el principio básico de legalidad y la idea de que los cambios deben producirse dentro del marco constitucional. La democracia no se fortalece tumbando gobiernos, sino corrigiendo errores sin destruir lo que aún sostiene al país.
La prioridad nacional debería ser clara: frenar la violencia, combatir la delincuencia organizada, reactivar la economía y restablecer la confianza entre ciudadanos y Estado. Para lograrlo, se requiere liderazgo sereno, pero también una ciudadanía consciente, capaz de distinguir entre protesta legítima y manipulación política. No toda indignación es constructiva; cuando se convierte en furia sin dirección, termina sirviendo a los mismos que dicen combatir.
Los agitadores de turno saben que el caos da rédito político. Por eso, azuzan la confrontación, apelan al miedo y presentan el desorden como una forma de justicia. Pero la historia peruana ha demostrado una y otra vez que los atajos siempre terminan en retroceso.
El país está, otra vez, al filo de la navaja. De un lado, el abismo del desgobierno y la manipulación; del otro, la posibilidad de reconstruir desde el orden y la serenidad. No hay salida fácil, pero sí una decisión urgente: rechazar la política del ruido y apostar por la estabilidad como condición para cualquier cambio duradero. Porque sin instituciones firmes, no hay futuro posible.
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