Miguel Rodriguez Sosa

El mundo fatuo de las creencias

El progresismo está siendo reemplazado por el activismo woke

El mundo fatuo de las creencias
Miguel Rodriguez Sosa
06 de enero del 2025


Cada día experimentamos una agresiva marejada de creencias que pasan por ser verdades incuestionables, algunas plenas de asertividad presentadas como declaraciones firmes, expresiones de voluntad, opiniones y juicios sobre sentimientos y hasta acerca de derechos. Otras más bien agresivas que anteponen sus preferencias a las de los demás. Pero hay confusión entre firmeza e intolerancia, que conduce a creer que la asertividad afirma la autocomplacencia: «No estás comprendiendo ni validando lo que estoy diciendo (o sintiendo)» o la hipersensibilidad victimista: «Lo que acabas de decirme me molesta (o me hiere)».

Hay que tener cuidado con lo que se opina para no afectar susceptibilidades a flor de piel sobre todo en ambientes woke dominados por creencias, lo que a los creyentes les hace muy cómoda la existencia y la interacción con otras personas, puesto que las creencias son esquemas cognitivos acerca de cómo funciona el mundo y cómo se debe actuar frente a eso; y es en base de creencias que se puede optar y elegir cómo comportarse.

En el mundo ahogado en la ciénaga de la posmodernidad impresionista las creencias imperan sobre las ideas y son básicamente expresadas mediante proposiciones lógicas respecto de las cuales se adopta una postura complaciente; se aceptan las creencias sin recurso riguroso a la crítica porque sirven para complacer necesidades de seguridad emocional o intelectual, o porque orientan acerca de quién ser o qué querer en el vasto orden de la vida social donde se producen «aprendizajes» que otorgan sentido de pertenencia y posicionan a los individuos dentro de la normatividad colectiva en la que viven. En el fondo, toda creencia está asentada en la mente como un intento por calmar la angustia existencial que produce vivir en un mundo que estaría desprovisto de más sentido o de otro sentido que aquél que los individuos mismos le atribuyen precisamente mediante creencias.

No es que las creencias sean, en sí mismas, buenas o malas, verdaderas o falsas, útiles o inútiles. En realidad, fueran unas u otras, el problema sería banal. Las creencias configuran convicciones, algo que el sujeto pensante considera cierto o algo que no se atreve a cuestionar porque no hacerlo le brinda tranquilidad sicológica y se abre a la práctica de compartir intereses y valores; permite que su interacción social sea amable, más si es abierta a una sensibilidad «despierta», propiamente woke.

La cultura del «despiertismo» (stay woke) como referencia a una forma de la conciencia de «alerta comprometida» ante problemas sociales y políticos se ha entroncado en los dos últimos decenios con los activismos progresistas de las izquierdas ideológicas que claman por la «justicia social», esa vasta creencia ubicada en la masmédula (leer al argentino Oliverio Girondo ilustra el significado del término) del progresismo. Claro que sería erróneo valorar a las creencias con los criterios que se aplican al conocimiento verdadero en el sentido epistémico del mismo (el esclarecimiento de sus fundamentos y de su estructura lógica, que produce ideas sujetas a la crítica), pues las creencias surgen de un proceso cognitivo fuertemente arraigado en procesos sicológicos para los cuales la verificación de un hecho (la esfericidad de la Tierra, la existencia de Dios, la lucha de clases) se erige en un curso del pensamiento en el cual se tiende a tomar como verdadera la imagen mental de algo que se pronuncia por imperio de un criterio de autoridad o con una muestra limitada de casos que se considera demostrativa y suficiente.

En el primer caso, huelga comentar que el juicio de autoridad es considerado incuestionable. En el segundo, quiere ignorar que la verificación sustentada en la inducción, esto es, en la aceptación del valor general de una proposición cualquiera basada en observaciones, no puede ser cuantificada universalmente. Por ejemplo, «la lucha de clases» puede ser datada por la observación de un número finito de casos de conflicto entre intereses, que es propio de la tensión entre continuidad y cambio en la vida social, pero cualquier construcción de la noción generalista de ese fenómeno confunde lo verificable con lo verdadero; omite la lógica de la edificación epistémica de enunciados y omite las reglas de la deducibilidad y de la falsación de los enunciados. En definitiva, una proposición de «la lucha de clases» como un existente de cuantificación universal expresa el juicio basado en un principio psicológico (de la experiencia propia o agregada) pero no lógico y asimila la subjetividad de la experiencia, efectivamente verificada, como si fuese (y no lo es) verdadera.

En este punto el desarrollo de este texto puede parecer al lector extraño o insólito. Como autor, soy consciente de la dificultad de exponer un modo de razonar que los interlocutores pueden no compartir; y si es así, ¿cómo transmitir lo que quiero decir? Sobre todo, si a quienes me dirijo son la generación de jóvenes entre los cuales se cuentan mis nietos, masivamente inmersos en el universo posmoderno de las impresiones, las narrativas y las creencias.

Haré el esfuerzo y pido su amable tolerancia. La cuestión de las creencias se puede analizar desde el enfoque de la doxástica, la forma del razonamiento que les concierne, donde el sujeto razonador «s» cree que algo «b» es real y verdadero porque tiene una experiencia directa con hechos de «b» que puede verificar en vía de su observación y por consiguiente argumenta que la categoría conceptual «B» contiene y expone los n-casos de «b»; así, el sujeto observador «s» decide que las proposiciones generadas por su experiencia (un hecho o una muestra de hechos de «lucha de clases») afirman la consistencia de la relación en la que «b» es un caso singular y propio de la categoría «B», o sea, que el universo de casos de «b» pertenece a «B» (b∈B: todas las formas del conflicto social son casos de la lucha de clases).

El punto en que se produce la decisión del sujeto observador «s» aceptando el valor universal de tal proposición es crítico porque no se puede alegar que exista o que no exista la pertenencia no contradictoria de (b∈B). Es la figura típica de la creencia por incompletud del razonamiento. «B» queda establecida como producto categórico del conocimiento de «b», de que «la lucha de clases existe» porque no hay forma de negarlo, como no hay forma de aseverarlo más allá de la experiencia.

Debo centrar mi exposición en que la creencia es una representación (mental) de la realidad fundando una convicción que el sujeto valora como una verdad. Pero creencia y verdad son términos de ámbitos categoriales distintos; solamente son sinónimos para el dogmático. La convicción de algo que el sujeto considere cierto no puede ser confundida con la verdad porque no tiene correspondencia con el concepto de «saber» que concierne a la capacidad de hacer consciente lo que se conoce analizándolo, sistematizándolo, cuestionándolo con actitud crítica.

La creencia elude estas raíces del saber y, en definitiva, es indiferente y ajena a la verdad. No hay manera de introducir una creencia en el canon del conocimiento verdadero, no la hay en la filosofía ni en la ciencia.

Pero las creencias poseen una fuerza indudable porque la razón humana no se agota en el pensamiento analítico y crítico y hay la corriente filosófica del llamado racionalismo sosteniendo que la fuente del conocimiento y del acceso a la verdad es la razón entendida como cualidad propia y singularmente humana que es capaz de producir por sí misma el conocimiento que se expresa en ideas que se tienen por verdaderas y universales. Surgió así el culto de la razón endiosada como creadora del orden del mundo, que se tornó extremista cuando el racionalismo se vinculó con el historicismo, pues de ahí emerge que las ideas pueden cambiar al mundo y fue cuando el periodista, filósofo y polemista Karl Marx, epígono del gran pensador Georg W.F. Hegel, postula la célebre expresión «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo» en su conocida publicación Tesis sobre Feuerbach (1845). Un año antes había escrito en una misiva a su amigo Arnold Ruge «La filosofía es el cerebro de la revolución, y el proletariado su corazón». En adelante, los que se han considerado herederos de Marx adoptaron sin más su hiperracionalismo vinculado a la idea materialista de progreso que trastoca la tesis hegeliana de la realización del espíritu en la historia.

Existe una deuda intelectual no saldada por completo respecto de la vinculación de ese hiperracionalismo historicista con el voluntarismo de estirpe jacobina que se expresó en el vanguardismo de V.I. Lenin y sus seguidores embelesados con la idea del partido revolucionario como agente del cambio social y político actuando en la «lucha de clases» bullente en el magma del progresismo dialéctico. Un mundo de creencias que consiguió gran acogida durante los decenios postreros del siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, pero que hoy ha perdido vitalidad, sobre todo debido a la implosión del «socialismo real» y al surgimiento de los regímenes poscomunistas en Rusia, China, Vietnam y otros países.

En nuestros días, el progresismo socialista de antaño está siendo reemplazado por el activismo woke; sus grupos relictuales se rinden ante la energía de nuevos actores políticos que sustituyen el envejecido discurso de las clases sociales en lucha: los «indignados» del vanguardismo brotando de las muchedumbres variopintas evidentemente desclasadas, en las cuales afincan prácticas de guerra por la hegemonía cultural que exponen las «nuevas sensibilidades» nutricias de sus creencias. Y estas son, como siempre han sido, sucedáneos atractivos pero hueros de las ideas, que son los saberes superiores productos de la inteligencia, capaces de contradecir las convicciones, de poner en cuestión la seguridad de lo que se afirma o la seguridad de lo que se niega.

Miguel Rodriguez Sosa
06 de enero del 2025

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