Luis Enrique Cam
No es amor al chancho
Sobre lo humano de la gratuidad

Uno de los momentos en que los peruanos perdemos la inocencia es cuando escuchamos —y entendemos— esa sentencia popular tan pragmática como contundente: “No es amor al chancho sino a los chicharrones”. Con pocas palabras, se nos revela una idea inquietante: detrás de muchos gestos aparentemente afectuosos no hay verdadera entrega sino cálculo, una estratagema para obtener un beneficio personal. En esta cultura, en la que “no se da puntada sin hilo”, todo se hace con algún propósito, preferiblemente rentable. La gratuidad parece ingenua; el desinterés, una rareza. El amor, cuando se somete al principio de utilidad, se vacía de lo esencial.
Y, sin embargo, nada hay más profundamente humano que el gesto gratuito. Dar sin esperar nada a cambio es lo que en verdad da sentido al amor. Esta experiencia nace en el seno de la familia, nuestro primer lugar de afectos. Los hijos son amados no por lo que hacen, sino simplemente por ser. En la familia, el cariño no se negocia ni se mide por talentos o logros. Una madre no alimenta esperando aplausos. Un padre no consuela para recibir elogios. Lo hacen por amor. Lo dan, sencillamente, gratis.
Por eso, proteger a la familia no es solo una responsabilidad social: es una tarea ética. Es allí donde germinan los primeros actos de entrega, servicio y autenticidad. En ella, las personas aprenden a querer sin condiciones, a darse sin cálculo, a compartir sin contrato. Así, la familia se convierte en el mejor referente para servir a la comunidad en la que se vive.
La lógica individualista se nutre del egoísmo, la codicia y el materialismo. En una sociedad donde todo tiene un precio, hasta lo más simple se vuelve una transacción. Y así, sin darnos cuenta, comenzamos a deshumanizarnos.
Pensemos en cómo esta lógica ha contaminado incluso los gestos más cotidianos. Un joven ofrece ayuda a un compañero solo si espera algo a cambio. Un obsequio se convierte en moneda de trueque. Un saludo amable se vuelve “estratégico” si promete votos o favores. Así, la empatía se vuelve interesada, y la ternura, sospechosa.
Frente a esta tendencia, es urgente reivindicar las grandes virtudes: la generosidad por encima de la eficacia, la solidaridad antes que la eficiencia, la magnanimidad más allá de la competitividad. Necesitamos reencontrarnos con aquello que no se mide en cifras ni se traduce en réditos. El desarrollo económico de una sociedad no garantiza su plenitud.
No basta con deplorar el refrán que da título a este artículo. Hay que desenmascarar la mentalidad que lo sostiene. Tal vez no lleguemos a ser ricos en lo material, pero podemos —y debemos— serlo en lo espiritual. Porque el ser humano, en su más genuina vocación, no existe para poseer, sino para amar. Y en esa gratuidad, tan incomprendida como luminosa, se halla su verdadera felicidad.
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