Cecilia Bákula
Corrupción y designación de funcionarios
Va en desmedro de la eficiencia gubernamental

En la sociedad contemporánea, la corrupción tiene muchas formas, diversas aristas y maneras sutiles de hacerse presente y de ocasionar graves daños a toda la colectividad. Quizá habíamos estado tentados a pensar que en años anteriores esa lacra se escondía principalmente en la compra de conciencias, pues vimos cómo cerros de billetes se entregaban, con una maléfica sonrisa, y se recibían con beneplácito en maletines y bolsas. Y así se fueron comprando a las personas y haciéndose dueños de conciencias, de líneas editoriales, de tendencias, opiniones y conductas.
Si bien esa forma delincuencial de actuar no ha desaparecido, se hace ahora menos evidente o, mejor dicho, se actúa más en la sombra y con algo más de precaución. Ahora nos enfrentamos a nuevas formas de corrupción que parecen convertirse en derechos de acción. Y me refiero a la intensa y constante voluntad de entregar cargos públicos a personas que, salvo que demuestren lo contrario, están absolutamente incapacitadas técnica, académica y profesionalmente para asumir y ejercer el cargo que, a manera de pago de favor o de complaciente amistad, se les otorga. Y ello, se agrava cuando se asciende a cargos de responsabilidad a personas cuyo prontuario policial y judicial les debería de poner un poco de color en la acara para tener vergüenza y no atreverse a aceptar, con tanta desfachatez, aquello que se les encomienda.
Por supuesto que esta realidad de corrupción es de graves consecuencias y de responsabilidad legal y moral, de lo que deberán dar cuenta tanto quien designa, como quien acepta un cargo para el que no tiene idoneidad. Y ello va en desmedro de la eficiencia gubernamental, en detrimento del indispensable y urgente avance en las instituciones públicas. Y además obliga, sin duda, a que se incorporen también filas de asesores, supuestos expertos y ayudantes, a fin de que la incapacidad no sea tan evidente. Parte de esa corrupción implica que se vaya postergando a los que sí conocen de los temas sensibles en los diversos ministerios y entidades estatales. En las regiones, en las empresas del gobierno, vemos que día a día esa conducta corrupta se enquista más y más.
Al margen de lo que implica de vulneración a la decencia pública y a la urgente eficiencia del gobierno de turno, todos estos actos conllevan consecuencias económicas muy graves. Implican también afectación a los derechos humanos; solo que no vemos esas consecuencias, que se van engarzando hasta parecer invisibles, pero no lo son.
No tener condiciones para un cargo y aceptarlo es altamente peligroso, inmoral, ilegal y antitécnico, y ofende a toda la estructura social de gobierno. Ofende a quienes se han preparado para servir y a toda la población que tiene el derecho a saber que los sueldos y haberes que se pagan serán para funcionarios aptos, capaces, rectos y realmente servidores. Solo cuando entendamos que el sentido de servir, implica esfuerzo, transparencia, entrega e idoneidad, estaremos empezando una auténtica renovación nacional.
Vale ahora recordar lo que en más de una oportunidad señaló Margaret Thatcher, quien explicaba que no existían fondos públicos, que somos los ciudadanos los que pagamos a todos quienes creen que sus haberes provienen de lo “público”. Eso público es de mi aporte y del aporte de quienes pagamos impuestos; y lo hacemos, muchas veces, en demasía. Por ello, y en tanto los pagos a los incapaces provienen de mi esfuerzo, tengo derecho soberano a exigir que esa conducta se revierta.
En los últimos días hemos visto casos clamorosos en empresas como Indecopi, PetroPerú, por señalar solo algunos; sin hacer referencia a las carteras ministeriales en donde, en vez de avanzar, se retrocede por falta de idoneidad de quienes las ostentan. Y, si en la voluntad del gobernante tuviera mayor peso el “amiguismo” y el pago de favores frente a la competencia académica, técnica, moral y profesional de los designados, podríamos por lo menos exigir que no haya funcionario público alguno que tenga denuncia o condena penal en primera instancia en el ámbito de la corrupción, y que todos puedan exhibir un historial personal y profesional que los muestre como personas intachables y honestas.
Más aún, en el marco internacional, el Perú ha suscrito pautas que regulan los compromisos del Estado para incorporar al servicio público a aquellos que tienen capacidad para la labor encomendada. Lo contrario es una forma sospechosa de ir minando los cimientos de la urgente eficiencia gubernamental y propiciar conductas corruptas de manera transversal. Y además permite que el interés público, meta y razón de ser de todo funcionario, se derive hacia sus propios intereses, mezquinos y personales, en detrimento de toda la ciudadanía.
Grave es que esas conductas de altísima inmoralidad y severo perjuicio colectivo se consideren como conductas “normales” que vamos aceptando con silencio culpable, en vez de repudiarlas y hacerlas visibles. Destruir el principio de meritocracia afecta a todos, ya que acceder a un cargo público empieza a verse como un derecho o una forma de pago o prebenda.
Esta nueva forma de corrupción debe hacernos ver que hay una clarísima relación entre la incompetencia y el robo. Y es toda la sociedad la que, en su conjunto, se convierte en víctima de ese mal ejercicio de la función pública. Una situación que debe ser corregida y jamás silenciada.
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