Hugo Neira

Coronavirus: el giro que nadie esperaba

Regresan los líderes y la autoridad

Coronavirus: el giro que nadie esperaba
Hugo Neira
19 de marzo del 2020


Algo inmenso e inesperado está pasando. Un momento decisivo en nuestra historia contemporánea. Ante el reto para la vida humana que son los coronavirus, ocurre que una forma de tutela ha emergido. No proviene de una novedad jurídica ni de alguna religión novedosa o inesperada ideología, sino, asombrosamente, desde una solución política e inmediata. Vayamos al grano, lo que frena el avance temible de la pandemia son las decisiones presidenciales en diversos países, aquellas que dan tiempo a los innumerables laboratorios que buscan una vacuna y tratamientos. Y ese algo viene del sentido común. Que haya Gobierno. Por lo visto, como se dice, el menos común de los sentidos. A lo que voy, aparte del drama sanitario y las evidentes consecuencias económicas, lo cierto es que han retornado los Estados. Y con ellos los políticos. Y una noción que parecía ya un concepto vacío, la autoridad. 

Porque hablo de un giro. En efecto, una vuelta, una rotación. Apenas unas semanas atrás en el mundo entero la crisis del siglo no era solo el traspiés del 2008 y la fragilidad de la economía mundial, sino la aparición de movimientos políticos que reemplazaban a los sistemas de partidos. ¿O es que nos hemos olvidado de los gilets jaunes, los «chalecos amarillos», y sus marchas silenciosas que obligaron a Macron a cancelar sus planes de gobierno? Algo parecido a lo ocurrido en Santiago de Chile, marchas por avenidas, pero sin líder visible ni siquiera discursos para exponer demandas. Francamente, estábamos —nos gustara o no— ante el rechazo a toda forma de autoridad conocida. Seamos sinceros, unas semanas atrás, la atmósfera general —no solo en el Perú— era la antipolítica. Pero hoy, resulta que el Estado no solo manda sino protege, tanto bonos a tres millones de familias como se prohíbe circular en todo el Perú entre 8:00 p.m. y 5:00 a.m. Papá Gobierno ha vuelto. A Max Hernández le preguntaré si hay algo del complejo de Edipo de eso de desear al padre Estado en el Perú y a la vez detestarlo (¿?).

En fin, una de mis colegas que fue a comprar a un supermercado, escuchó lo que se decían un par de señoras: «Vizcarra estadista». La verdad es que no les creo mucho a las agencias de encuestas, pero sí al rumor de la calle. Ese concepto no podría brillar sin nuestro pánico ante el ejército invisible del Covid-19. En un artículo del lunes antepasado aplaudía la decisión del presidente de cerrar las escuelas. Antes que se decidiera la cuarentena de los peruanos. Luego, en Santiago de Chile, Piñera —otro hombre de Estado que se estaba demorando en tomar medidas incómodas pero inevitables— por fin se animó, y decretó un «estado de catástrofe», así lo llama, de 90 días. No necesitó, para ello, volverse un Pinochet. Esto también es parte del giro de estos tiempos. 

Hasta hace muy poco, en la cabeza de la gente estaba claro que las democracias son ineptas en épocas de crisis, y en consecuencia, habría que acudir a formas totalitarias. Era el paradigma chino. Un partido, una sola voz y «los chinos en su casa». Pero ese mito acaba de caerse. El socorrido «necesitamos  mano dura», también se va al tacho. La «guerra contra el coronavirus» —así la llama el presidente Macron, guerra— puede hacerse desde la autoridad del Gobierno. Pueden detener, pues, la «danza macabra». Pienso en lo que pasó a fines de la Edad Media, y que produjo música, arte y alegorías en donde la muerte baila con los humanos. Por si acaso, la gran peste de 1348 asesinó un tercio de la población total de Europa. Por cierto, no había ciencia de la bacteriología. Louis Pasteur nace en 1822. Sin embargo, la «danza macabra» medieval modifica por completo las ideas e incluso el poder. Luego viene el Renacimiento. 

A lo que voy. Hay por lo menos tres maneras de abordar este tiempo de coronavirus y sociedades actuales. En primer lugar, el efecto político. Lo acabo de explicar, salva a la democracia. Y añado otro retorno: el de la idea de autoridad. En pocas palabras, puede ser el derecho de alguien que manda, pero también el del que convence, no todo gira sobre comandamiento y obediencia. Parsons lo define como «el derecho institucional para controlar los miembros de una sociedad para la realización de fines colectivos». Es el caso. Hay otros que razonan desde las consecuencias de la pandemia sobre la actividad de las empresas. En The Economist de Londres, la cosa es clara. El coronavirus «desorganiza la economía mundial». Es impresionante cómo las pérdidas en China repercuten en Japón, Estados Unidos, Canadá, India, etc. No lo haré en este artículo. En el del próximo lunes.

La tercera, es que se estaria produciendo un «proceso de desglobalización». Andrés Ortega, en El espectador global, dice que el virus no es el primero, se inicia en setiembre del 2008, cuando se «contaminaron» finanzas y economías. Gran tema, unos aplauden (los que creen que el mercado se autoorganiza y no hay necesidad de Estado, corriente con la que no estoy de acuerdo) y otros señalan lo contrario. Para algunos, hace rato que las cadenas de suministros, por ser cada vez más complejas, se detienen o se frenan. Con el Covid-19, la pandemia ha reducido los viajes aéreos, los traslados de contenedores. Y además, como si no fuera poco, el desacoplamiento tecnológico entre Estados Unidos y China.

Ahora bien, dentro de esa corriente, en mis indagaciones hallo un texto de alguien a quien he leído años atrás, Guy Sorman, en el ABC de España titulado 'El virus de la desglobalización'. Pero su mérito, a mi parecer, no son solo las consecuencias económicas sino algo que me importa enormemente. Los cambios en el comportamiento. En artículo anterior hablé también de las costumbres. Para Sorman, es probable que en Occidente se pregunten si es necesario viajar, para los ejecutivos financieros, si se pueden conectar por videoconferencias. Es probable que la desglobalización conduzca a la gente a conocer sus países antes de visitar Vietnam o Etiopía. Habrá, dice Sorman, perdedores y ganadores. En fin, hay cambios, pero no porque los ciudadanos hayan tomado el toro por las astas, sino ¡los gobernantes!

La lección que nos va a dejar el Covid-19 es que el ser humano, desde la lejana horda y las primeras tribus, tuvo jefes. Luego, ciudades, civilizaciones, emperadores, reyes, y desde el siglo XIX, reyes y presidentes con constituciones. Es inevitable la necesidad del poder. Aunque ese axioma se acompaña con otro. Todo poder necesita un límite. De lo contrario es una tiranía. Eso, muchos de mis compatriotas, por desgracia, no terminan de entenderlo. Ni mandarse ni encogerse de hombros.

Necesitamos de reglas y leyes para vivir colectiva o individualmente. Me permito citar a la gran Hannah Arendt: «el fondo oscuro constituido por nuestra naturaleza, las grandes diferencias nos revelan las limitaciones de la actividad humana» (La pluralidad del mundo). ¿Por qué los antiguos griegos no dejaban de ser hoplitas (soldado cargado de armas)? Porque si eran derrotados, por medos u otros, pasaban a ser esclavos. ¿Por qué se obedece a los jefes de Estado? Porque lo que se está haciendo es «el mayor bien para el mayor número». Si no me equivoco, es una idea de Bentham  en su cálculo de la felicidad, en 1789. Se creía que todo era cuestión de mercado. Lo del Covid-19, cuando pase, dejará otra manera de apreciar lo poco que tenemos. Borges, sabio y ciego y anciano, decía que la felicidad es «el sabor del agua».

Hugo Neira
19 de marzo del 2020

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