Miguel Rodriguez Sosa
2025: el año de las invocaciones
Predominarán los “llamados” a la unidad contra la corrupción y contra la amenaza criminal
La escena política peruana estará signada en el 2025 por la precariedad (a prece: a petición de parte), así como por el poder de las invocaciones desde las fuerzas política en la representación parlamentaria, que pueden ser para el mantenimiento del régimen de la convivencia política con el gobierno de Dina Boluarte y asegurar la transición regular al nuevo mandato que haya de emerger del calendario electoral el 2026. O pueden ser para debilitar al extremo esa convivencia política, buscando posicionamientos electorales a los que bien vendrá distanciarse abiertamente del gobierno de Boluarte, para conseguir curules en la nueva representación bicameral parlamentaria y, si se presenta la oportunidad, también tentar el poder del Ejecutivo en una segunda vuelta electoral.
Parece, sin embargo, que ninguna fuerza partidaria con reales capacidades de moldear la agenda política vaya a empeñarse en apresurar la transición con el recurso del adelanto de las elecciones generales, pues el muy próximo 12 de abril es la fecha límite para la convocatoria a dichas elecciones, a efectuarse un año después; el mismo día en que se cierra el Registro de Organizaciones Políticas del Jurado Nacional de Elecciones para participar en tales comicios; en tanto que el 16 de junio finaliza el plazo para solicitar la inscripción de alianzas electorales.
No hay atisbos de un «verano caliente» en la escena política; no es previsible en esta temporada activismo alguno con capacidad de movilización contra la permanencia de Boluarte en la presidencia, y muy probablemente habrá que esperar hasta la segunda mitad de marzo para conocer los «tejes y manejes» de las fuerzas políticas verdaderamente gravitantes, la gran mayoría de las cuales integra la representación parlamentaria, de cara a las componendas preelectorales que necesariamente van a incluir cambios en la correlación de fuerzas que por ahora sostienen al gobierno.
Son esos cambios los que, precisamente, acarrean la precariedad que distinguirá este año la escena política.
Después del 12 de abril Dina Boluarte queda sin posibilidad de jugar la baza «wild card» del adelanto de elecciones para paliar su enorme desaprobación e impopularidad, y desde el 28 de julio queda constitucionalmente inhabilitada para disolver el Congreso (en lo que sería el último año de su mandato). A partir de ese momento su suerte queda librada a decisiones en el Legislativo que podrían incluir la de aprobar su vacancia del cargo y la consiguiente presidencia encargada a alguien del mismo Congreso, cuya composición podría actuar así para aminorar su propia altísima desaprobación.
La verdad es que «tumbarse» a una presidente como Boluarte luce atractivo y tal vez hasta tentador en el marco de las expectativas partidarias de una campaña electoral en la que aparecer como aliado o sostén de la mandataria será evidentemente ruinoso, porque la cuestión emergente es: ¿cómo tener opción de reelección parlamentaria o para un nuevo ciclo de presencia (ahora bicameral) si no se marca una clara distancia del actual gobierno, para no sufrir el repudio en las urnas? Son varios los augures que han pronosticado que la condición fungible de Boluarte podría conducir a su defenestración este año.
Como entre analistas, en casi la totalidad de las agrupaciones con presencia en el Congreso, y sin distingo de línea ideológica, hay claridad al respecto. En las izquierdas desde luego se va a acentuar la actuación opositora, sobre todo en quienes buscarán acogerse al amparo de la alianza electoral que muy probablemente consiga forjar Juntos por el Perú, la hueste de Roberto Sánchez, con una etiqueta de ocasión; Perú Libre de los hermanos Cerrón reasumirá su perfil asentado en el radicalismo bolchevique; y las otras facciones izquierdistas actualmente presentes orbitarán en torno de éste o de aquél para no quedarse en el vacío.
De las agrupaciones del populismo ideológicamente confuso y prebendario como Podemos Perú, Somos Perú, Acción Popular, es seguro que aparecerán como una constelación de solicitantes del voto para el Congreso posiblemente asociadas a Perú Primero, la criatura de Martín Vizcarra, inhabilitado para postular.
En el campo de las derechas una nube grisácea de incertidumbre donde refulgen los relámpagos de disputas por liderazgo, opaca que pueda aparecer como la mejor opción una coalición de bloque amplio e incluyente, y se podrían conformar dos bloques pivotando en torno a figuras políticas de mucha fuerza electoral como Rafael López Aliaga, que tal vez recomponga a Renovación Popular y fagocite Avanza País, o como Fernando Cillóniz y Javier Gonzáles Olaechea provenientes del Partido Popular Cristiano, siendo todavía improbable que configuren una alianza electoral.
Es un misterio cómo va a posicionarse Fuerza Popular ahora huérfana de Alberto Fujimori y tensionada internamente entre quienes pretenden reponer y aun potenciar su participación parlamentaria, y quienes –intonsos– promueven con terquedad irreparable una candidatura presidencial propia. En cualquier caso, parece claro que Fuerza Popular sólo puede tener aspiraciones electorales razonables si cancela su colaboración en el esquema de convivencia política con Dina Boluarte antes de junio próximo y acentúa ese temperamento a partir de agosto, conforme avanza el escenario electoral.
Caso singular es el de Alianza Para el Progreso, que desde el 2023 es el principal sostén de Boluarte en el gobierno y cuya conducción del Legislativo con Alejandro Soto y con Eduardo Salhuana ha permitido mantener la convivencia política de alto contraste que sustituyó a esa misma, pero de bajo perfil, cuando José Williams (de Avanza País) presidía la mesa directiva. La singularidad de la congregación de los Acuña consiste en que es la única organización política del país que posee una red clientelar verdaderamente tupida, con dos gobiernos regionales: La Libertad y Tumbes, 17 alcaldías provinciales y 167 alcaldías distritales, así como presencia en altos cargos del gobierno central. Cuenta también con una docena de congresistas de los 15 que fueron elegidos por ese partido el 2021. A eso se suma que son propietarios o controlan tres centros masificados de estudios superiores: Universidad Autónoma del Perú, con una sede en Lima; Universidad Señor de Sipán, con 7 sedes en el país; y Universidad César Vallejo, con 12 sedes a nivel nacional y más de 180 mil alumnos. El amplio espectro de sus capacidades prebendistas y clientelistas está demostrado hasta la saciedad y, realmente, Alianza Para el Progreso es la única fuerza política que puede empeñarse en mantener a Boluarte en el gobierno arrostrando el costo que eso le pueda deparar en caudal electoral y confiando en la elusiva memoria de los votantes mayormente provincianos con los que cuenta a nivel nacional.
En buena cuenta, pues, excepto si Alianza Para el Progreso opte por jugar la opción muy azarosa de presidir un gobierno de transición sustituyendo por meses a Boluarte en el Ejecutivo, permanecería como puntal del respaldo parlamentario a la mandataria carente de fuerza política propia, que se mantendría en el cargo a prece de los Acuña.
El panorama político, empero, es más amplio y de mayor profundidad. La sola existencia de 39 organizaciones partidarias en el partidor electoral, que podría reducirse, en el mejor de los casos, básicamente a cuatro alianzas electorales gravitantes en el voto desde la primera vuelta, casi con seguridad va a determinar la pérdida de espacio para las fuerzas disruptivas principalmente en las izquierdas, pues agrupaciones como Voces del Pueblo (de Guillermo Bermejo) y cualquiera que recoja una configuración rústica de fascismo (de Antauro Humala) van a tener que cohabitar con las del progresismo. Esa situación habilita la suposición de que la contienda electoral se va a polarizar entre dos espectros ideológicos distantes de maximalismos: una opción de derecha y otra de izquierda, ambas con corrida al centro para obtener la mayor ventaja de competitividad. Incluso los llamados movimientos regionales que siguen habilitados por el JNE para participar en las elecciones del 2026, conseguirían un impacto nacional sólo asociados a partidos políticos, lo que va a morigerar radicalismos.
Por consiguiente, a diferencia de varios augurios sobre la escena política, vaticino que no habrá en la campaña electoral para el 2026 «discursos de odio» convirtiendo la contienda en una guerra entre enemigos políticos (sobre todo si el fujimorismo no tienta su propia candidatura presidencial), sino y más bien, habrá «discursos conjuntivos» en los que predominen los llamados a la unidad contra la corrupción y contra la amenaza criminal, las cuales –claro está– serán consideradas por todos los actores como externas y ajenas a sus fuerzas políticas en la disputa.
También puedo prever que en las convergencias de las derechas como en las de las izquierdas, la conveniencia de resaltar una identidad ideológica conllevará a cuestionar cualquier propuesta de plataforma electoral identificada como distintivamente «caviar». En mi apreciación, la contraposición entre derechas e izquierdas sólo puede ser clarificada si, desde uno y otro lado, se rechaza el activismo liberal-social-progresista que es reconocido como propiamente «caviar», convertido en la «cabeza de turco» o «chivo expiatorio» del deterioro de la institucionalidad estatal, de la protección de la corrupción y de la promoción del «law fare» que tanto derechas como izquierdas acusan. Más todavía, habida cuenta de que carece de caudal electoral: las opciones del Partido Morado, de Sagasti; de Primero la Gente, de Pérez Tello; de Ahora Nación, de López Chau; de Fuerza Moderna, de Molinelli, son ínfimas y lo van a todavía más en el tiempo de la campaña electoral cuando, desde las derechas y las izquierdas se repudie su complacencia ventajista con los repudiados gobiernos recientes del Perú.
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