LA COLUMNA DEL DIRECTOR >
Sale la antipolítica, ¿vuelve la política?
Las consecuencias de la vacancia de Vizcarra
La vacancia del ex presidente Vizcarra y la asunción de Manuel Merino como jefe de Estado solo se puede explicar por una razón: el imperio de la antipolítica que desató una guerra política e institucional sin precedentes. Si bien la antipolítica se inició con la guerra entre los pepekausas y los fujimoristas, luego de las elecciones nacionales pasadas, Vizcarra llevó la antipolítica a niveles nunca imaginados: se convocó un referendo que sancionó reformas constitucionales que destruyeron el sistema político y se cerró el Congreso de manera inconstitucional.
No obstante que el ex presidente Vizcarra tenía una popularidad sin precedentes no desarrolló una sola reforma para el mediano y largo plazo, y no extendió un solo puente para propiciar un diálogo político que supere el clima de confrontación. En este contexto llegó la pandemia y la recesión y, de pronto, el Ejecutivo ya no podía desarrollar estrategias de información o desinformación sobre el número de muertos y los empleos perdidos. Es decir, la administración Vizcarra fue el reino de la antipolítica. Un tema latinoamericano para las ciencias políticas.
Pero vale entonces precisar qué se puede entender como antipolítica. Es incuestionable que la política se define como la actividad o la industria que posibilita que los enemigos lleguen a acuerdos, que los rivales pacten, en vez de hacer la guerra. Desde que se inventó la política este quehacer solo se orientó al acuerdo para evitar la confrontación. Si la administración Vizcarra llevó la guerra a niveles impensados, entonces fue el reino de la antipolítica. El Perú padeció una guerra sin balas, sin armas letales, pero sí fue una guerra con tuits, con información y con demonización del adversario para excluirlo del sistema político.
¿A qué vamos? Vizcarra fue vacado por representar ese impulso indetenible hacia la antipolítica, hacia la guerra política, que revelaba una total incapacidad para dialogar y pactar. Sin lugar a dudas fue víctima de su propia industria, de su propia lógica. Si Vizcarra hubiese hecho política –casi estamos seguros– hoy no estaría vacado. Cualquiera politólogo podría señalar que la popularidad y la capacidad de arrinconar a los adversarios de Vizcarra es una señal de que era un buen político. A todas luces, una media verdad.
“La política” de Vizcarra, que le generaba popularidad en base a la confrontación y la guerra, es el ejercicio que funciona en las democracias plebiscitarias o en los regímenes chavistas. Nunca en una república. ¿Por qué? En los regímenes plebiscitarios el caudillo se empodera por encima de las instituciones. Necesita de la guerra para eliminar al adversario y subordinar a las instituciones. En el sistema republicano, por el contrario, se necesita del acuerdo, del pacto con los rivales para que las instituciones funcionen, porque la república es el gobierno de las instituciones y la ley. Nunca de los caudillos.
La vacancia de Vizcarra, entonces, puede significar el fin de la antipolítica y el regreso de la política. Un gabinete de unidad nacional, conversado, de ancha base, representará el retorno del diálogo político. Sin embargo, reconstruir el sistema republicano, la economía y la sociedad, devastados por los yerros de la administración Vizcarra, demandará un esfuerzo enorme. Se necesita olvidar la revancha que solo abre nuevos ciclos de retaliaciones; incluso será imprescindible un lenguaje republicano alejado de los adjetivos que descalifican, que excluyen. Se requiere de gestos como el del congresista Ricardo Burga, de AP, quien luego de ser agredido por un vándalo ha señalado su disposición a perdonar la agresión si es que conversa con los padres del desadaptado. De ese tipo de gestos están construidas las repúblicas. Siempre fue así.
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