Dardo López-Dolz
Importancia de la formalidad para la seguridad
Entre la informalidad, la ilegalidad y el delito
En Perú, la mayoría de ciudadanos considera a las leyes y reglamentos no como normas de obligatorio cumplimiento, sino como recomendaciones de carácter meramente referencial: pautas generales de comportamiento ante las cuales cree tener derecho discrecional a obedecerlas. Y se llega hasta el extremo de reclamar airadamente, a veces hasta con irresponsables palmas mediáticas de algún despistado comunicador.
Esta perniciosa característica cultural se ve reflejada en todos los aspectos de la vida cotidiana tanto urbana como rural. El tránsito vehicular es la más notoria. Se cometen infracciones a vista y paciencia de la policía, más preocupada de llevarle la contra al semáforo (otra señal de la misma tara, de la que no lava el uniforme) hasta generar un caos digno de Blade runner. Es absurdo malversar el dinero invertido en las selección, capacitación, equipamiento y remuneración de policías para rebajarlos a la insultantes función de ineficientes semáforos humanos.
En la construcción no solo se ignoran las normas técnicas, incluida las relativas a los lugares prohibidos (cauces fluviales, bordes de barrancos, arenales), con el consiguiente costo en vidas y dinero, sino que la extorsión de los seudo sindicatos de construcción civil opera con total normalidad. Casi no hay actividad productiva donde la desobediencia deliberada a las disposiciones sea en realidad la norma.
Dos factores han contribuido al enraizamiento de esa tara: la proliferación de barreras burocráticas para acceder a la formalidad, incluidos los excesivos costos para permanecer en ella, y el irresponsable ensalzamiento de esa falsa virtud llamada “viveza criolla”. La barrera entre la informalidad, la ilegalidad y el delito nunca será clara para el ciudadano de a pie, que a menudo transita esa línea como jugando mundo (favor de explicarlo a los lectores más jóvenes)
Pero hay un campo donde el daño que puede causar tolerar la informalidad es inaceptable para un Estado. Me refiero a la vigilancia privada. La seguridad privada tiene capacidad de influir de múltiples maneras positivas en la seguridad ciudadana, liberando parte de la presión de la actividad policial preventiva, al aumentar los “ojos” atentos a dar la alerta, disminuyendo la vulnerabilidad a la tentación delictiva (trabajo e ingresos formales). Para que esto funcione en favor de la sociedad es necesario desterrar la informalidad de la actividad. Pero sin repetir el error del campo tributario, de buscar eficiencia apretando más a los que cumplen (lo que estimula la no formalización del resto), sino adecuando la reglamentación para desincentivar y sancionar la informalidad.
El mundo es cada vez un lugar más inseguro, la delincuencia violenta, incluido el terrorismo, es un efecto colateral de la globalización que nos acompañará muchos años. En el Perú desde fines de los setenta se ha ido haciendo evidente la necesidad de complementar el esfuerzo estatal preventivo, pero nada hace pensar que esto vaya a cambiar en el corto plazo. Hace rato llegó la hora de empezar a ver a las distintas modalidades de seguridad privada con los mismos ojos con que miran el sistema estatal de salud y de educación al sector privado. Reservando para la policía, eso sí, la función represiva.
Dardo López Dolz
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