Fotografías post PPK

Reflexionar sobre el pasado reciente puede ser autodestructivo, porque reaviva las recientes polarizaciones; pero también puede tener un lado constructivo si se buscan las causas de los desencuentros. En este contexto, vale preguntarse, ¿cómo durante los dos años de la administración PPK se desató una polarización política que nadie hubiese imaginado en las elecciones nacionales pasadas? La pregunta tiene mucho que ver con el presente porque, dependiendo de la respuesta, podemos ser pesimistas u optimistas con respecto a las relaciones Ejecutivo - Legislativo en la era Vizcarra.

Las guerras en los tiempos de PPK pudieron deberse a la existencia de una mayoría legislativa absoluta en el Congreso que priorizaba el perfil opositor antes que su papel prorreformista. Es una parte de la verdad que no posibilita un entendimiento cabal del problema, a menos que repitamos el estribillo antifujimorista acerca de que Fuerza Popular es una caverna más de los infiernos.

La polarización política de un sector político del país no empezó con PPK. En realidad se armó durante el gobierno de Humala y de Nadine Heredia. El nadinismo organizó las relaciones entre el Estado y la sociedad con un criterio autoritario, ajeno a los principios democráticos, que buscaba eliminar a los potenciales rivales de la oposición. La megacomisión Tejada y la feroz campaña de una coalición mediática en contra de Alan García fueron el primer capítulo de la historia de la renuncia de PPK. La campaña contra García fue aterradora, se le acusó de ser “el candidato de los narcos” por haber concedido 5,000 gracias presidenciales. Finalmente todo fue mentira: solo se judicializaron 16 casos y se sentenció en base a un solo expediente. Sin embargo García llegó totalmente diezmado a las elecciones nacionales del 2016. Había surgido un establishment de políticos, empresarios, columnistas, medios y encuestadoras que jugaban al poder.

En el Perú la judicialización del rival comenzó a ser la norma para relacionarse con el adversario. El nadinismo propició cosas muy extrañas durante las elecciones nacionales pasadas (impedir votar a 200,000 policías, por ejemplo) y PPK llegó al poder ante el ceño fruncido del fujimorismo.

Durante el pepekausismo no hubo políticos y, de pronto, la estrategia nadinista se aplicó sin anestesia. Los columnistas asesores y los medios, ensoberbecidos por sus acciones políticas en la reciente campaña electoral, se creyeron con enormes prerrogativas y apretaron el acelerador de la polarización. La judicialización de la política recrudeció y el fujimorismo entró en guerra total. El resto es historia conocida.

Con la renuncia de PPK, Fuerza Popular ganó la batalla contra el establishment, pero el futuro del fujimorismo aparece sombrío por el nivel de desgaste y los yerros acumulados. Sin embargo la guerra ha terminado, y allí residen las enormes posibilidades del nuevo gobierno de Vizcarra sin caer en el peligroso wishful thinking. Ya no existe un Ejecutivo ni un Legislativo trenzados en una guerra de fin de mundo.

Probablemente continúen algunas batallas. Por ejemplo, la mayoría de partidos apostará por aprobar una ley de publicidad estatal que, definitivamente, cancelará las posibilidades de maniobras de cualquier Gobierno que pretenda jugar a la política con los medios, algo que solo sucede en los regímenes bolivarianos. Cosas así parecen que sucederán, pero las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo irán por el camino de la colaboración y los entendimientos. Ese hecho por sí solo preserva la democracia hasta el 2021 e inyecta confianza en los actores económicos.