La comisión de Constitución del Congreso de la R...
La congresista Patricia Chirinos acaba de presentar una denuncia constitucional en contra del expresidente Martín Vizcarra y el ex primer ministro Salvador del Solar por supuesto aprovechamiento indebido del cargo en el ejercicio de sus funciones, abuso de autoridad, usurpación de funciones, rebelión, sedición o motín, por el cierre del Congreso del 2019.
La acusación constitucional propone la inhabilitación en la función pública por diez años a todos los comprometidos –incluyendo todo el Gabinete que participó en el golpe– e incluso los magistrados del Tribunal Constitucional que, haciendo trizas la Constitución, avalaron el quiebre del Estado de derecho.
Como todos recordamos, acompañado de un gran respaldo mediático, el Gobierno de Vizcarra presentó una cuestión de confianza en contra de una función exclusiva y excluyente del Congreso: la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional. Cualquier lector, cualquier analista en el futuro, cualquier estudiante de derecho, se preguntará cómo así un Ejecutivo se atrevió a plantear una cuestión de confianza sobre una función exclusiva y excluyente del Legislativo. ¿Acaso el Congreso peruano pertenecía a una república soviética que dependía del Ejecutivo, del Buro Político o del secretario general del partido comunista? Sin embargo, así empezó uno de los legicidios que, ante la historia, pretende envolver “en institucionalidad” un clásico golpe de Estado latinoamericano.
Pero eso no es todo. Aplastando cualquier majestad del Congreso, Del Solar, entonces presidente del Consejo de Ministros, entró por la fuerza al Congreso y planteó la confianza. Pero allí no quedó la barbarie constitucional: acompañado de abogados sin escrúpulos, Vizcarra, por sí y ante sí, arguyó que se había producido “una denegación fáctica de la confianza”, una figura que no existe en la Constitución y que no existirá en ningún ordenamiento constitucional, porque la confianza es un acto jurídico público, caracterizado por la publicidad. Sin el acto público no existe. Con esos crímenes constitucionales se escribió uno de los momentos más oscuros del golpismo peruano.
Más tarde, el Gobierno de Pedro Castillo pretendió utilizar el mismo software que desarrolló Vizcarra y defendió el progresismo: plantear confianzas sobre funciones exclusivas y excluyentes del Legislativo y desarrollar interpretaciones singulares, curiosas y cínicas como la de “la denegación fáctica de confianza”. El Congreso aprobó leyes que desmontaron la barbarie constitucional del 30 de septiembre y preservó el régimen constitucional.
Sin embargo, de una u otra manera, el Estado de derecho debe establecer la responsabilidad política de los golpistas, porque las democracias y sus activos institucionales también tienen que ver con la historia y las narrativas. Es imposible aceptar que Vizcarra y Del Solar sigan participando en la vida pública luego de haber quebrado el Estado de derecho, cerrado inconstitucionalmente el Legislativo y creado las condiciones de la destrucción del sistema político y la llegada al poder de Castillo. Si una democracia pretende sobrevivir y establecer reglas de conducta en los actores y los partidos políticos, los golpistas deben asumir su responsabilidad política.
Si el Congreso no establece las responsabilidades políticas de los implicados señalando las infracciones constitucionales cometidas (no estamos hablando de cuestiones penales), las generaciones del mañana se preguntarán por qué la sociedad y los peruanos condenaron los golpes de Alberto Fujimori y de Pedro Castillo, pero se quedaron en silencio frente a Vizcarra y Del Solar.
Aunque parezca mentira, en la posibilidad de establecer o no la responsabilidad política de los golpistas del 30 de septiembre también se juega el futuro de la democracia peruana, la posibilidad de construir derechas e izquierdas democráticas que dialoguen, y que –más allá de cualquier diferencia– desarrollen una comunidad política en la que todos seamos diferentes, pero también todos nos reconozcamos como peruanos.
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