La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Desde el fallido golpe de Pedro Castillo, que desencadenó una reacción de las instituciones civiles, militares y sociales, sin precedentes en América Latina, en defensa de la Constitución y el Estado de derecho, el experimento republicano –que pese a yerros y problemas, acumula más de dos décadas de continuidad institucional– enfrenta un cruento proceso insurreccional. Se trata de una estrategia de poder que pretende quebrar el sistema constitucional y organizar un modelo soviético, a través de la instalación de una asamblea constituyente.
Observando las cosas a la distancia, un observador del futuro se preguntaría, ¿por qué tendría que ser de otra manera? Si al Gobierno del Perú había llegado un gobierno comunista –una coalición diversa de corrientes colectivistas vinculadas al eje bolivariano– que había puesto el Estado y todos sus recursos al servicio de la estrategia de construcción de ese poder alternativo al Estado de derecho, ¿por qué se sorprenden los peruanos? Si Pedro Castillo durante la campaña electoral había anunciado este escenario y todo estaba escrito en el programa de Perú Libre y el Movimiento por la Amnistía de Derechos Fundamentales (Movadef)?
Únicamente el negacionismo progresista, uno de los principales responsables de la debacle nacional, puede intentar ocultar que los relatos que ellos construyeron en las últimas tres décadas (por ejemplo, el informe de la CVR) llevaron a los peruanos elegir al peor candidato de la historia, el menos preparado y, sobre todo, con un claro programa comunista y soviético. En el Gobierno de Castillo, hubo corrupción es innegable, pero lo determinante en la naturaleza del régimen fue la estrategia de poder contra el Estado de derecho. De allí que el progresismo pretenda “sociologizar” el proceso insurreccional, con el análisis “políticamente correcto”, que nos dice que la violencia insurreccional que bloquea vías para desabastecer a las ciudades y los actos de guerra convencional expresados en ataques y destrucción de aeropuertos, representan la expresión de “la exclusión de los pobres”.
De allí también que el progresismo también pretenda señalar que las trágicas y lamentables muertes de 44 peruanos son responsabilidad del Ejecutivo y de las fuerzas del orden, y no de las vanguardias comunistas que impulsan la insurrección contra la Constitución y el Estado de derecho.
Sin embargo, al lado de la extraña e inexplicable posición de las corrientes progresistas, comienza a quedar absolutamente claro que los países del eje bolivariano están respaldando activamente el proceso insurreccional. A medida que se conocen los hechos de violencia, si bien queda claro que las economías ilegales (minería ilegal, narcotráfico y contrabando) tienen mucho que ver con el financiamiento del proceso insurreccional es imposible que estos sectores puedan sostener una logística enorme. En Puno, alrededor de 10,000 ciudadanos de Ilave y otros 5,000 de Azángaro fueron alimentados con menús de alrededor de 20 soles. Algo parecido ha sucedido con el Cusco con más de 5,000 ciudadanos de las zonas altas. Se trata de sumas que pretenden organizar verdaderos ejércitos civiles.
Al respecto, todos los analistas serios en las regiones comienzan a señalar que es imposible que solo las economías ilegales puedan sostener una confrontación tan directa y frontal con el Estado a sabiendas de que el resultado será la derrota. Es evidente, entonces, que en el Perú hay una intervención directa del eje bolivariano, tal como se acaba de denunciar en la oposición boliviana: Los llamados “ponchos rojos”, supuestamente, habrían sido detenidos trasladando pertrechos al Perú.
En cualquier caso, los países del eje bolivariano no pueden permitir que prospere la reacción democrática de las instituciones republicanas, de las instituciones militares y de la sociedad en general en contra del golpe de Estado de Castillo en el Perú. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que los gobiernos del eje bolivariano o ya han arrasado con el Estado de derecho en sus respectivos países o, desde el Gobierno – a semejanza de Castillo–, desarrollan estrategias de organización de un poder alternativo al sistema constitucional y al Estado de derecho.
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