De la guerra política a las reformas procrecimiento

La guerra política que se desató luego de las elecciones del 2016 parece estar llegando a su fin por la sencilla razón de que ya existen vencedores y vencidos ocasionales. Sin embargo, los vencedores ahora comienzan a debilitarse por falta de agenda. No hay mayores argumentos para seguir arrinconando a los rivales. 

El problema es que el debilitamiento de los actuales vencedores puede desatar una nueva etapa de retaliaciones política –sobre todo a través de la judicialización del adversario– que podría seguir alimentando la polarización y amenazando a las instituciones republicanas y al modelo económico que permitió triplicar el PBI y reducir la pobreza del 60% de la población a solo 20%. La lentificación del crecimiento y la posibilidad de volver a aumentar pobreza abonan a favor de los escenarios de guerra política.

¿Qué hacer para romper la lógica de hierro de la guerra política? Desde la administración Vizcarra, la experiencia nos ha demostrado que las reformas constitucionales y políticas solo han servido para recrudecer la guerra política, para exacerbar las estrategias de control de las instituciones de un determinado sector político y, sobre todo, para crear mayorías circunstanciales con el objeto de aislar a los adversarios. Los ganadores y vencedores se explican por esta lógica, y el debilitamiento evidente que se avecina en los victoriosos es parte del mismo proceso.

Sin embargo, es hora de plantear una interrogante –que puede sonar a ingenua en medio de la guerra política– para otear la posibilidad de un nuevo escenario. ¿Qué puede unificar a los circunstanciales ganadores y vencedores? ¿Acaso el futuro del régimen económico establecido en la Constitución de 1993 no puede ser una referencia para las convergencias? Las interrogantes no son descabelladas, sobre todo considerando que pocas semanas atrás en Chile nadie imaginaba la virtual insurrección que ha culminado en la convocatoria a una nueva constituyente. ¿Los reformadores de la Constitución y del sistema político de hoy acaso no se identifican con el modelo económico de la Carta de 1993?

Si la respuesta es afirmativa, entonces es hora de recoger la reflexión del economista Roberto Abusada, quien señala que en América Latina el Perú está en inmejorables condiciones –por sus fundamentos fiscales y macroeconómicos– para convertir la década que se avecina en una a favor del desarrollo y la reducción de pobreza. Si las cosas fuesen así, los consensos alrededor de las reformas económicas y sociales para relanzar el crecimiento podrían unificar a los circunstanciales vencedores y vencidos de hoy. Y entonces la tan mentada reforma laboral, por ejemplo, podría establecer una línea divisoria entre quienes pretenden seguir apostando por la libertad económica y los que apuestan por un modelo diferente. Negar que la legislación laboral actual es la principal fuente de la informalidad es una manera de proponer que el empleo solo sea ofrecido por el Estado y no por el sector privado. 

De otro lado, si los propulsores de las reformas constitucionales y políticas no defienden el actual modelo económico es evidente que estarían siguiendo el mismo libreto aplicado en Venezuela para controlar instituciones, centralizar el poder y luego proceder a instaurar el modelo colectivista. En este contexto se entendería mejor la intención de controlar instituciones y centralizar el poder.

En cualquier caso, las posibilidades de confluencias están planteadas. Una eventual convergencia o no de los actores revelaría su verdadera naturaleza.