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En los últimos días sucedieron dos acontecimientos vinculados a la llamada “memoria”. Una abrumadora y aplastante mayoría reprobó que la congresista María Elena Foronda del Frente Amplio contratara en su despacho —como personal de confianza— a una exmilitante del MRTA que purgó carcelería por delitos de terrorismo. Asimismo, el congresista Edwin Donayre propaló un video en el que una funcionaria del Lugar de la Memoria (LUM) desarrolla una explicación en el mencionado recinto aceptando, en la práctica, que durante los años de la lucha contra el terror senderista, la sociedad peruana sobrevivió a dos fuegos: el accionar de los militares y la ofensiva maoísta terrorista.
¿Por qué extraña razón diversos congresistas —como suele suceder con los del Frente Amplio— y funcionarios del Estado tienen una visión tan ligera sobre los años en que la sociedad peruana enfrentó al terrorismo? Si la vesania maoísta afectó a ricos y pobres, a los barrios mesocráticos y las comunidades de los Andes, a militares en Palacio de Gobierno y autoridades de casi todos los partidos políticos, ¿cómo así un sector de la política y del Estado llega a creer en un relato que describe dos fuegos casi por igual en la movilización contra el terror?
A entender de este portal, esta errática aproximación tiene que ver con el informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) que establece que en el Perú hubo una “estrategia sistemática de violación de derechos humanos”. Y también con la clara estrategia izquierdista de pretender convertir a este informe en una especie de “verdad histórica oficial”, a semejanza de los relatos de los ex países comunistas.
El concepto de “violación sistemática de derechos humanos” siempre representó una estrategia particular de la izquierda. Apuntó a demonizar al fujimorato y establecer los evangelios de la polarización fujimorismo versus antifujimorismo que, a este sector, le posibilitó medrar en el Estado en los últimos 17 años. Sin embargo al priorizar sus intereses políticos, las estrategias de financiación de sus respectivas ONG (con semejante concepto, cuántos proyectos se justifican), e insistir desde el Estado en convertir el informe de la CVR en verdad oficial, la izquierda desconoció posiblemente una de las mayores expresiones de la peruanidad que emergió en el siglo XX.
La movilización de la sociedad peruana contra el terrorismo es quizá la primera gesta que integró realmente a todos los peruanos: criollos, mestizos, andinos, ciudades, áreas rurales, mesocracias y pobrezas. Ni la guerra de la Independencia, ni la guerra del Pacífico, ni los conflictos con el Ecuador tuvieron la connotación nacional y de peruanidad que expresó la movilización contra el terrorismo. Hablar entonces de “violación sistemática” —mencionando excesos como los de Barrios Altos, la Cantuta y otros— es negar que las batallas contra el terror en el campo, en realidad, representan la más grande gesta campesina de la historia republicana. Y, sobre todo, es negar el papel del mundo andino en la pacificación de la que hoy todos gozamos. Algo que revela el evidente clasismo de la zurda capitalina.
El concepto de “violación sistemática de derechos humanos”, de alguna manera, también pretende edulcorar la responsabilidad del marxismo y del maoísmo en el surgimiento del terror. El terrorismo comunista en el Perú de los ochenta no se explica por la situación de pobreza a la que había arrojado al país el estatismo populista (Haití y Bolivia eran más o igual de pobres y no padecieron el terror), sino por la prédica ideológica y cultural del maoísmo marxista décadas antes del primer disparo del terror.
Con semejantes reflexiones es posible entender la conducta errática de Foronda y de la funcionaria del LUM, ¿o no? El país entonces necesita seguir discutiendo sobre la reciente historia, recogiendo todos los relatos, todas las aproximaciones, para intentar alguna idea común, una aproximación, con respecto a lo que pasó frente a la amenaza del terrorismo colectivista.
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