La comisión de Constitución del Congreso de la R...
El hombre es un ser religioso, es un ser inclinado a la metafísica. Hoy sabemos que cuando el viejo Marx señaló que “la religión era el opio de los pueblos”, en realidad no lo decía porque negara en esencia la naturaleza religiosa del hombre, sino porque pretendía instaurar una nueva religión laica, la religión de la igualdad en el paraíso comunista, la religión de la clase obrera convertida en el futuro de la humanidad. Ya sabemos en qué terminó la religión marxista: en las mayores masacres que haya conocido la historia humana y en fábricas masivas de pobreza.
En Chile y Perú, absolutamente todos, las derechas e izquierdas, los empresarios y los trabajadores, y los intelectuales y el pueblo, se rindieron ante la tesis del barbado Marx, se olvidaron de cualquier relato y se dedicaron a crecer y comer. Las economías de ambos países crecieron como nunca en sus respectivas historias republicanas, la pobreza se redujo a niveles no imaginados. En el caso de Chile, las cosas fueron impresionantes: con el ingreso per cápita más alto de la región y con una pobreza debajo del 10%, fue uno de los países emergentes que llegó más cerca del umbral del desarrollo.
Sin embargo, hoy ambos países están conducidos por gobiernos comunistas, colectivistas y anticapitalistas. ¿Qué pasó? Los partidos republicanos y las burguesías de ambos países solo se dedicaron a defender la economía de mercado, las tasas de crecimiento de la inversión privada y únicamente promovieron reformas en función de esos objetivos. De alguna manera se tragaron el cuento de Marx acerca de que las religiones, las narrativas y los relatos eran el opio de los pueblos.
Los comunistas y colectivistas, luego de la caída del Muro de Berlín, se reformaron una y otra vez, y entendieron que la religión como opio de los pueblos solo valía para desterrar a las religiones tradicionales y dejar el campo libre a los nuevos relatos, a las nuevas narrativas. Y en Chile y Perú, reconstruyeron la reciente historia (fujimorismo y pinochetismo) como paso previo para reconstruir la historia nacional y republicana: cinco siglos de opresión occidental y la entelequia de los “pueblos originarios”.
Luego avanzaron a desarrollar una narrativa sobre los derechos humanos, mientras tomaban el control de las instituciones internacionales y nacionales vinculadas a la justicia. Lograron destruir el principio de autoridad de la democracia y quedó despejado el camino para una estrategia de poder que combinará elecciones con acción directa de masas. En Chile, por ejemplo, se logró la asamblea constituyente con acción directa de masas y métodos soviéticos, en medio de la destrucción del sistema de autoridad del sistema republicano.
Pero la nueva religión posmoderna del marxismo abarcó todos los terrenos, con el objeto de erosionar todas las instituciones que construyeron la libertad en Occidente: el discurso de género apuntó destruir la familia nuclear que, en la historia de la humanidad, ha sido la única fuente de la propiedad privada y la economía de mercado. Todas estas narrativas fueron envueltas en un concepto de libertad abstracta –que nunca ha existido ni existirá– y un igualitarismo que se parecía a los premios celestiales de las religiones sagradas.
En medio de estos triunfos culturales e ideológicos de las narrativas marxistas posmodernas, el crecimiento y la reducción de pobreza, sin precedentes en las historias de Chile y Perú, no tuvo mucha importancia. Los estudiantes chilenos quemaron Santiago exigiendo que Chile se convirtiera en una nueva Cuba o en una nueva Venezuela, no obstante el hambre, la miseria y la tragedia de esos pueblos.
Una verdad filosófica tan antigua como la misma libertad de Occidente volvía a ser reactualizada: el hombre no solo come pan. También se alimenta de relatos, narrativas, metafísicas y es un hombre de naturaleza religiosa. Si no nos damos cuenta de esa descomunal verdad, entonces habrá ganado un alemán, muy inteligente y cultivado, pero no tanto como los grandes filósofos de Occidente.
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