Algunos días después de la APEC, poco a poco, el Per&uac...
A inicios del nuevo milenio diversos estudios y proyecciones económicas señalaban que si el Perú seguía creciendo a tasas de 6% en promedio –una expansión económica que le posibilitaba reducir entre tres y cuatro puntos anuales de pobreza– en el Bicentenario de la República el país alcanzaría el ingreso per cápita cercano a un país desarrollado.
Sin embargo, llegamos al 2021, con un gobierno de la izquierda comunista, que gobernaba en contra de la Constitución y alentaba la destrucción del Estado de derecho a través de la asamblea constituyente y la nacionalización de los recursos naturales. Luego del gobierno de Pedro Castillo la pobreza -que se ubicaba en el 20% de la población- aumentó a cerca de 30% de la ciudadanía y la economía se estancó en un bajo crecimiento de menos del 3% que hace imposible seguir reduciendo la pobreza.
Vale precisar que la devastación que desencadenó el gobierno de Castillo, como se dice, fue la gota que rebalsó el vaso en graves problemas. Desde el 2014 el país empezó a crecer por debajo del 3% y a reducir algo más de un punto de pobreza anual. Todo empezaba a paralizarse en el país desde que las izquierdas y el radicalismo detuvieran los proyectos de cobre de Tía María en Arequipa y Conga en Cajamarca, con el estribillo demagógico de “agua sí, oro no”.
¿Qué había sucedido? Dos fenómenos que frenaron, como se dice, en seco el avance del capitalismo peruano. Por un lado, las reformas de los noventa (desregulación de precios y mercados, fin del Estado empresario y papel subsidiario del Estado con respecto al sector privado y libre comercio) ya no eran suficientes para seguir creciendo. Y por otro lado, las narrativas de la izquierda se habían vuelto predominantes en la sociedad, los medios y la política, deteniendo una segunda ola de reformas y desarrollando una involución del Estado sin precedentes.
Por ejemplo, las fábulas acerca de que la minería moderna ponía en peligro los recursos hídricos para el consumo humano y la agricultura se volvieron predominantes, más allá de los absurdos y las mentiras (la minería solo utiliza el 2% del agua nacional). El efecto de estas narrativas no solo fue el bloqueo de los proyectos mineros sino la burocratización extrema del Estado. La creación del Ministerio de Ambiente y las sobrerregulaciones en otros sectores del Estado, simplemente, bloquearon la posibilidad de nuevas exploraciones y explotaciones de nuestros recursos naturales.
De alguna manera la misma burocratización se desarrolló en la agricultura y las agroexportaciones, en la pesca, en el turismo, en el régimen tributario y laboral. El Estado se volvió uno de los más burocráticos de la región a pesar de los criterios desreguladores del régimen económico de la Constitución. De esta manera el Estado pasó a ser el principal enemigo del modelo económico, una situación que se sumó a la permanente inestabilidad e incertidumbre políticas configurando el actual estancamiento de la economía y la sociedad peruana.
Para superar este estado de cosas, pues, las reformas deberían empezar por acabar con el Estado burocrático y desarrollar todas las reformas que le devuelvan poder y recursos a la sociedad, al sector privado y la ciudadanía en general. La desburocratización del Estado y la simplificación administrativa en general deberían desarrollarse al lado de una reforma tributaria que implique simplificar el sistema y bajar tributos, junto a una reforma laboral que establezca la flexibilidad laboral en los contratos de trabajo y, paralelamente, se desarrolle una gran reforma del sistema educativo y del sistema sanitario en general.
El Perú necesita una nueva ola de reformas y predictibilidad política en las elecciones del 2026 para relanzar el crecimiento de la economía, la inversión privada y el proceso de reducción de la pobreza. Transformemos el Estado burocrático, desarrollemos las reformas de la educación y la salud y resolveremos los graves problemas de nuestras infraestructuras.
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