Arturo Valverde

Volver a los clásicos

La concentración espiritual de los grandes creadores

Volver a los clásicos
Arturo Valverde
07 de octubre del 2020


He regresado nuevamente a los clásicos, quizás porque al ver tanto “desastre organizado”, como dijo una vez un compositor argentino, me “da bronca”. ¿Tendremos que empezar desde cero? Además de la reconstrucción de la infraestructura, ¿necesitaremos una reconstrucción más profunda como peruanos? ¿Rehacer? 

Tengo conmigo algunos libros: Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac, Madame Bovary de Flaubert, Resurrección de Tolstoi, La mujer de otro de Dostoievski y tantas otras obras. Vuelvo a sus páginas y toco las letras impresas sobre el papel. ¿Cómo alcanzaron tal maestría? Ciertamente, trabajando. Pero, parece que existiera algo más allá que sentarse y escribir todos los días bajo un horario autoimpuesto en el proceso de la creación. 

Veamos. Estuve leyendo “cartas” hasta hace poco. Solo leía cartas y más cartas. Un día, llegó a mis manos “Carta al Greco” de Niko Kasantzakis. Aquí un pequeño extracto del encuentro entre el escritor griego y los rusos Panait Istrati y Máximo Gorki. Dice Gorki: 

—Mi maestro más grande ha sido Balzac. Recuerdo que, cuando lo leía, levantaba la página a la luz, la miraba, y decía sorprendido: ¿Dónde se encuentra toda esta vida y toda esta fuerza? ¿Dónde está el gran secreto?

—¿Y Dostoievski, Gogol? —pregunté.

—No, no. Entre los rusos, uno solo, Leskov —se calló y al cabo de un momento—. Pero más que todo, la vida. He sufrido mucho y amo mucho al hombre que sufre. Eso es todo –y calló, mientras seguía, entre sus párpados entornados, el humo azul de su cigarrillo—. ¿Cómo no querer al hombre que sufre? Seguramente los hay, y más quienes se regocijan en el sufrimiento del otro.

Shakespeare. Otro grande. A propósito de él, Stefan Zweig, en Los creadores, dice: “En el instante en que Shakespeare escribió las palabras que hace decir a Otelo, no estaba espiritualmente en Londres sino en la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emociones propias sino las de un hombre inventado, de Otelo, el moro y sus celos”. ¡Cuánta razón!

Durante el proceso de la creación, se ingresa en un estado espiritual indescriptible. El sentido del tiempo es otro, pueden pasar cuatro horas y uno ni las siente. ¿Hay una explicación física? ¿O sería mejor buscar una explicación metafísica para esta experiencia? En ese trance, los personajes cobran vida. “Si Shakespeare se hubiese concentrado en una profunda personalidad espiritual, no hubiera nunca podido animar tantos humanos”, dijo el Conde de Keyserling, acerca de las ventajas del politeísmo, en Diario de viaje de un filósofo, casi cien años atrás. 

Volvamos a Balzac. “Ustedes ven la intensidad que puede alcanzar la concentración espiritual en grandes hombres creadores. Permítanme darles otro ejemplo más, correspondiente a un tiempo más moderno. Cierto día un amigo de Balzac entró sin anunciarse al estudio de este. Balzac, quien a la sazón estaba trabajando en una novela, se dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación y exclamó con lágrimas en los ojos: “¡Qué horror, la duquesa de Langeais ha muerto!” Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar a una duquesa de Langeais…”, dice Zweig. En efecto, se trataba de un personaje del escritor. 

Amo la pintura, y tengo cierta fijación por los escritores que escriben como si pintaran su época con palabras en un lienzo. El odio, la venganza, el amor, la traición, son elementos eternos y constantes. Yo quisiera escribir una novela sobre el odio, porque creo que es uno de los motivos que nos ha destruido (o está destruyéndonos) en estos últimos nueve años. 

Tolstoi. Tremendo autor. Keyserling decía, primero: “Para entender a un Tolstoi, es necesario conocer a los Tolstoi”, en “Viaje a través del tiempo”; segundo: “No conozco más conmovedora y profunda exposición de la vida humana que su epopeya de la gran guerra francesa (…) si un artista representa un fenómeno que ve –aunque sin comprenderlo– y lo representa perfectamente, el lector profundo juzgará inevitablemente la exposición como profunda; es más, descubrirá en ella mayores profundidades que las que encontraría en otro poeta más profundo, pero de visión menos aguda e imparcial”. Aquí me detengo.

Arturo Valverde
07 de octubre del 2020

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