Carlos Adrianzén
Un cuarto de pollo
No somos un país de ingreso medio-alto

No todas las comparaciones son odiosas. Algunas pueden ser sugestivas y –cuando menos– resultarnos útiles. Sin anestesia, pueden revelar narrativas profundamente mentirosas y enseñarnos a enfocar hacia dónde estamos caminando, realmente.
La comparación central de estas líneas, además de pulverizar alguna pieza de narrativa progresista aplicada al ámbito local, registra dos características. Primero, aproxima la materia por un lapso suficientemente largo como para depurar miopías usuales (i.e.: describen un fenómeno por 64 años consecutivos); y en segundo lugar, nos refiere a la evolución de un índice –el producto por persona en dólares del 2015– que no solo captura la escala de nuestro nivel productivo, de gasto e ingreso; sino que resulta un predictor ajustado de los estimados de incidencia de pobreza, de desarrollo económico en el tiempo y hasta de felicidad (propiamente medida por el World Happiness Report).
Establecido esto, ya es tiempo de ridiculizar una creencia que le han inoculado a lo largo de toda su vida.
Pinchando un globo
Instituciones supuestamente minuciosas como el Banco Mundial, el FMI o la OCDE (además de la despistadísima CEPAL) etiquetan a nuestro país como una plaza de ingreso medio; e incluso algunos, entre los de ingreso medio alto. Tal como muestra la primera figura de estas líneas, el hecho de que persistentemente en la última década el producto por persona de un peruano se ubique cerca de la mitad del valor real del promedio global del PBI por persona de la Base de Indicadores del Desarrollo Global del mismísimo Banco Mundial, hace difícil tomar como algo más que una cortesía estadística tal etiquetado.
No niego acá la discrecionalidad que detentan estos organismos multilaterales para etiquetar a cada país en los grupos de naciones que ellos deseen delimitar. Pero vale la pena recordar que –estrictamente hablando– no tenemos, ni de cerca, un ingreso globalmente promedio.
Pero hay algo más… La llamada “gran divergencia“ –i.e. la creciente distancia entre la riqueza de naciones desarrolladas y subdesarrolladas– se aplica al Perú con algo de encono. No solamente nuestro producto por persona se aleja consistentemente de los del primer mundo. En nuestro caso caemos más abajo. Nos alejamos consistentemente hasta del promedio mundial.
Esta realidad nos debe llevar a la reflexión. La vieja frase del poeta trujillano Vallejo mantiene su vigencia. Crecemos, pero hay todavía mucho por hacer en materia de reformas de mercado e institucionales pendientes. Por ejemplo, es crucial ponderar que sin ellas –y particularmente, sin la costosa limpieza y el ordenamiento de la gobernanza estatal– la mecha es muy corta. No creceremos mucho. Así eligiéramos como presidente o senadora a la reencarnación de Margaret Thatcher.
No debe sorprendernos que el 2% anual de crecimiento real por persona de Doña Dina no alcance. Y la creciente divergencia aquí aludida, hasta con el promedio global, se ensancharía si nos quedamos dormidos porque creemos que ya seríamos un país de ingresos medios altos.
Reflexiones pre-electorales
Todo esto no es, pues, una nimiedad estadística. Eso de que somos un país de ingreso medio-alto dibuja un peligroso engañamuchachos. Más allá de la arbitrariedad o generosidad multilateral y/o la ceguera de nuestros funcionarios (que desean estar situados en la región de naciones medias), engañarse –o dejarse engañar– casi siempre es una mala idea.
Pensando en los miles de candidatos que no sospechan ni cercanamente lo que es el PBI, el saldo de Reservas Internacionales Netas o el Índice de Precios al Consumidor, el creer que somos un país etiquetado como de ingresos medios altos –piense en muchos futuros congresistas o autoridades locales y regionales– refuerza su infundada creencia de que todo está servido. De que ya somos casi ricos. Que hay plata para gastar.
Y esto no es verdad. No hay plata. La presión tributaria no sube significativamente desde los setentas. Y la calidad y gobernanza estatal resultan –paralelamente– deplorables. Simplemente, no somos pues -ni cercanamente- un país de ingreso medio. Metafóricamente, nos acercamos más a la imagen de un cuarto de pollo que a un medio pollo a la brasa.
¿Pero entonces qué somos?
Si bien el rango de ingresos que asigna el Banco Mundial nos ubica en el rango medio alto, lo cierto es que los países que no registrarían un producto por habitante bastante menor al promedio global deberían caer en un intervalo menor. Claro que no somos un país tan pobre como Bolivia, Nicaragua o Haití (o tal vez Cuba o Venezuela con cifras cuidadosamente auditadas). Pero considerarnos como que estamos en el espectro mediano-alto no ayuda a trazar metas coherentes.
Además no debemos olvidar lo realmente importante. Interiorizar como válida la narrativa del país de ingreso medio no solo subestima la tarea y las responsabilidades pendientes; también despierta ilusiones de gasto que no se podrán cumplir. Lo cual retroalimentaría episodios de crisis económicas y frustración política.
Y –nótese– ésta resulta tal vez la madre del cordero de la desgracia económica nacional en los últimos dos siglos y pico.
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