Christian Luján
Cuando el radicalismo instrumentaliza la tragedia
La repetición de los mismos errores

Las imágenes de violencia en el Centro de Lima, en medio de las manifestaciones del 15 de octubre, nos han llevado de regreso a noviembre de 2020, momento en que la autodenominada "generación del Bicentenario" salió a las calles con el argumento de “defender la democracia”. Dichas movilizaciones, que terminaron con el fallecimiento de dos jóvenes y la destitución abrupta de Manuel Merino, se realizaron en favor de Martín Vizcarra, quien había sido vacado por estar involucrado en múltiples casos de corrupción. Lo que en ese momento se presentó como defensa institucional acabó siendo en realidad una presión política que rompía con el orden constitucional y que sentaba un nuevo precedente peligroso que hoy se quiere repetir, pero con peores consecuencias.
Cinco años después, y bajo el rótulo de "generación Z", ciertos grupos radicales intentan replicar lo que acabó provocando la caída del gobierno de Merino. En esta ocasión, el motivo de esta nueva arremetida es José Jerí, quien, ante la posible enumeración de las objeciones que puedan articularse en relación a su figura —entre las cuales se encuentran una denuncia por violación, denuncia que fue archivada, y las sospechas de haber incurrido en enriquecimiento ilícito— asumió la presidencia conforme a lo dispuesto por la Constitución tras la vacancia de Dina Boluarte. No se pretende, de ningún modo, defender ni justificar las consideraciones de orden moral que recaen sobre su figura, sino que queremos hacer énfasis en una idea básica: el Estado de Derecho en democracia no puede estar sometido al veto arbitrario de las calles.
La palabra "Merinazo" que designó a aquel suceso de noviembre del 2020 se ha convertido en una ambición política para sectores que quieren repetir aquel desenlace. Lo más triste de todo esto es que, por dura que suene la afirmación, estos grupos parecían buscar de manera activa un final más trágico que el que ocurrió hace cinco años y que les permitiera instrumentar el dolor por la muerte con fines políticos. Esto, de alguna manera, se materializó con la lamentable muerte del joven cantante Eduardo Ruiz Sáenz. Así, de inmediato, la congresista Sigrid Bazán propuso una moción de censura contra Jerí en la que el deceso del manifestante fue utilizado como un ariete político a pesar de que el presidente lamentó lo sucedido y diferentes elementos del gabinete Álvarez Miranda y el director de la PNP no negaron el hecho. En ese sentido, esta cadena de acontecimientos parecen responder a un cálculo político disfrazado de indignación.
Las muertes de Inti Sotelo y de Bryan Pintado en 2020 fueron también instrumentalizadas políticamente y sin que se diese una elaboración reflexiva en torno a la responsabilidad que también tienen quienes promovieron un enfrentamiento que culminó en tragedia, se repite el mismo esquema después: se estimula a la movilización, se enfrenta a la fuerza pública, se induce al choque y sobreviene el caos y, al final, cuando ocurren tragedias, se señala a las instituciones del Estado como las únicas culpables.
Es imperativo señalar que hubo excesos de miembros de la policía: el suboficial de tercera Luis Magallanes, identificado como quien disparó y le quitó la vida a Eduardo Ruiz, tiene que ser investigado y llevado ante la justicia de forma contundente y ejemplar, pues la justicia no puede diluirse ante el quebranto del derecho a la vida. Sin embargo, este hecho concreto no puede ni debe transformarse en una justificación para engendrar todo un movimiento contra la Policía Nacional del Perú como institución ni para socavar su legitimidad. La PNP cumple una función esencial en la preservación del orden público y la protección de la ciudadanía, y en contextos de alta conflictividad social, donde grupos radicales emplean la violencia, el vandalismo y la agresión sistemática, los efectivos policiales se ven expuestos a situaciones de altísimo riesgo. En el caso de Magallanes, las investigaciones preliminares sugieren que actuó en medio de una turba que intentó agredirlo, confundiéndolo con un agente de un grupo especial, lo cual no excusa su responsabilidad penal, pero sí exige que la justicia considere el contexto en que sucedieron los hechos y que no se criminalice a toda una institución por el acto de un individuo.
La reflexión culminante apunta a un principio irrenunciable: la vida y la dignidad humana son valores supremos que deben ser garantizados por todos los medios institucionales, pero su protección no puede significar la renuncia al orden, a la institucionalidad ni a la ley. El radicalismo político persigue en realidad el desorden como método, instrumentaliza la muerte, manipula estratégicamente el dolor y pretende que la violencia callejera sustituya al diálogo y al debate democrático. La defensa auténtica del sistema democrático no se escenifica derrocando presidentes constitucionalmente investidos, sino fortaleciendo las instituciones, cumpliendo los procedimientos jurídicos y exigiendo legítimamente justicia sin destruir el orden. La generación Z, tal como lo hizo la Generación del Bicentenario en su tiempo, ha de entender que el verdadero cambio no se construye sobre cadáveres políticamente utilizables, sino sobre valores sólidos. Solo así seremos capaces de construir un país en el que la justicia tenga lugar sin que el caos sea el precio que debamos pagar.
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